Estuve tres semanas en Santiago y creo que, por lejos, fueron las peores semanas del último tiempo. Aunque como mis expectativas antes del viaje eran altas, puede que esta sensación se deba a la disonancia entre lo vivido y esas expectativas.
Yo esperaba juntarme con los dos amigos que tengo en Chile, con mi hermano, con mi sobrino, con la gente que conozco, y si bien eso sucedió, menos lo de mi hermano y mi sobrino, capté algo que quizá está en la idiosincrasia del chileno.
Esto es: si puedo, te cago. Aparte de su falta de amabilidad y afectuosidad, el chileno –y acá reconozco que estoy haciendo sociología barata– no le gusta discutir, prefiere pelear, terminar todo con un puñetazo en la cara del contrincante convertido en “enemigo”; tampoco le gusta intercambiar opiniones medianamente sesudas sobre algo, prefiere el chisme ramplón, porque así se descalifica al adversario, o dicho de otro modo: con quién cresta se acuesta, a quién se cagó, por qué lo echaron de la pega.
Debo admitir que en esas tres semanas jamás discutí de literatura o de política con la gente que conozco en Chile, salvo con mis dos amigos, pero en general se mantuvo la regla.
Resultaba increíble comprobar, por otra parte, cómo todo se llevaba al terreno personal: si a uno no le gustó un libro, por ejemplo, uno le tenía mala al autor; si a uno le gustó un libro, la objetividad se imponía. En otras palabras, sólo te podía gustar algo, de lo contrario pasabas a ser un resentido, un mala leche, un amargado, alguien que envidiaba y odiaba.
Pero tal vez esta singularidad de cagarte si pueden es la que más me impactó.
Me di cuenta de que no sólo un taxista podía quedarse con unos pesos de más porque no tenía vuelto, sino que todo estaba urdido como un complot para cagarte.
Sé que suena a paranoia, pero contaré un hecho ilustrativo: vi en la pizarra de una fuente de soda en Irarrázaval la palabra “lentejas” y de inmediato entré para preguntar si estaban buenas. “No”, me respondió el encargado, “están malas”.Repliqué entonces que tenía ganas de comer un plato de lentejas malas, pensando en que lo suyo había sido una ironía. Sin embargo cuando llegó el plato me percaté que había sido verdad: las lentejas estaban malas.
Unos días después, cuando un tipo había quedado en pagarme una deuda importante, repentinamente su celular se apagó, los mails no los respondió y supe que me estaba cagando y que volvería a Buenos Aires sin ese dinero en el bolsillo.
Cuando una editorial por la que publiqué me mandó un mail informándome de mis derechos de propiedad intelectual, no me sorprendió que saliera una cantidad negativa. Es más, era lo que esperaba. Debía treinta mil pesos a esa editorial y, aparte de preguntarme cómo o por qué se había producido esa deuda, la situación no me alteraba. Cagarme era lo normal.
Llegué a Buenos Aires con una sensación extraña: tal vez eso de cagarme no era una cosa de la idiosincrasia chilena, sino algo que a mí me estaba pasando. En tal caso el problema lo tendría en Santiago, en Buenos Aires, en Shanghái, en cualquier lado.
Pasaron los días y esperé a que alguien me cagara, en la verdulería, en el supermercado chino, en los bares, en los taxis o micros, pero nada de eso sucedió. Sólo en Chile me cagaban. Sólo los chilenos me cagaban. Y eso, pese a lo que se pudiera pensar, me alivió, ya que sé dónde está el problema.