20 oct 2011

El Museo desafiado

Robert Sullivan, director asociado de programas públicos del Museo Nacional de Historia Natural del Instituto Smithsonian, en Washington D.C., experto reconocido mundialmente, dijo   al visitar  el Museo de la Memoria: “La impresión que dan ustedes con este tipo de institución es que quieren ser el líder de los museos. El discurso sobre los derechos humanos y el tamaño del edificio indica que quieren eso. Es atrevido y audaz, una cosa difícil de hacer, pero han establecido un estándar. Es único, es el comienzo de un movimiento global para los museos. Les digo: felicidades”.

¿Cumple verdaderamente el Museo de la Memoria con las proyecciones que Robert Sullivan imagina?

Es una pregunta compleja y difícil de contestar de manera inequívoca para una institución que lleva tan corta vida y que ciertamente tiene mucho por aprender.

En la afirmación de Sullivan podría haber supuestos sobre la calidad y manejo de las colecciones, la pertinencia de los programas educativos y los atributos de las exposiciones, tanto de las temporales como la permanente, tareas que, si bien se puede considerar que están realizadas en un nivel de excelencia, con un sentido elemental de realismo uno no podría asumir que sean ejemplares.

En lo dicho por Sullivan entonces, hay que entender que está referida a dos aspectos que para él fueron los más llamativos: el discurso sobre los derechos humanos y la monumentalidad del edificio, incluyendo en éste la presencia de instalaciones artísticas.

La visita al museo debería contestar satisfactoriamente la pregunta acerca de para qué recordar.

¿No es mejor si acaso bloquear los recuerdos y olvidar los hechos traumáticos para la paz de la sociedad?

El recuerdo y los ejercicios de memoria que realizan las sociedades después de vivir experiencias traumáticas buscan dotar de significado a esas experiencias para iluminar la vida del presente y extraer lecciones que impidan repetir la historia.

Una de las mayores inquietudes de los sobrevivientes de los campos de concentración del nazismo, era que el mundo no quisiera conocer sus testimonios, que su sufrimiento fuera inútil, que su dolor y los ejercicios de crueldad del campo quedaran banalizados.

De allí surgieron entonces las obras de Primo Levi, Imre Kertész, Boris Pahor, Jorge Semprún, Germaine Tillion, Vasili Grossman y tantos otros sobrevivientes y testigos que buscaron y buscan aún comprender y dar sentido a su experiencia frente al mal absoluto.

La lucha por la memoria, en contraposición al olvido, se presenta así como un deber moral y una urgencia.

Al ocuparnos de lo que pasó hace treinta y cinco o cuarenta años en Chile, como dijo el rector de la UDP Carlos Peña en un reciente seminario, “nos estamos ocupando en verdad de lo que hoy somos y estamos revalidando los compromisos que nos constituyen como comunidad”.

Una segunda  pregunta que deberíamos ser capaces de responder, si la respuesta a la anterior es afirmativa, es para qué poner estos recuerdos en un formato espectacular, para qué un museo tan monumental, porqué no contentarse con hacer estatuas o recuperar algunos sitios de memoria, donde hayan ocurrido hechos violentos.

La memoria sirve para definir el significado del trauma colectivo y sentar las bases morales para que los hechos repudiados no vuelvan a repetirse, pero también sirve para sanar a los ofendidos, devolver su dignidad arrebatada a las víctimas de la violencia y el atropello.

La voluntad política de la sociedad de no repetir estos hechos, se manifiesta de manera significativa en el Museo de la Memoria: un edificio destinado a marcar la identidad de la ciudad de Santiago, un contenedor gigantesco de la experiencia del dolor recubierto con cobre, el más noble material de Chile.

La monumentalidad y la espectacularidad de la exposición permanente son la respuesta a la vocación perdurable del Museo: herir a la ciudad y hablar en clave trans generacional, es decir, usar los lenguajes y los medios tecnológicos y artísticos adecuados para que la experiencia no quede enclaustrada en las víctimas sino que haga sentido a las nuevas generaciones.

La reciente experiencia de transmisión del último capítulo de la serie de TVN Los Archivos del Cardenal, en donde cerca de dos mil jóvenes participaron emocionados, es una muestra de cómo abordamos esta tarea.

Finalmente, hay que preguntarse si acaso el Museo hace un buen uso de la memoria, o existe  en el un uso abusivo de la misma, es decir, si el discurso del Museo sobre los derechos humanos propende a fortalecer valores de la justicia, de la tolerancia y de la democracia o simplemente alimenta el odio y nos deja petrificados en el pasado.

El lingüista búlgaro Tzvetan Todorov, en diversos escritos sobre la memoria, nos recuerda que todas las sociedades contienen el germen del odio, del miedo y del crimen y que, en las condiciones adecuadas pueden convertirse en monstruosidades como las que hemos vivido en el país.

De allí entonces que la evocación al pasado deba servir para algo y ese algo es fortalecer los valores compartidos de tolerancia y paz.

Una buena política de la memoria no debería caer en la tentación de un uso político partidista ni en el error de sacralizar el pasado, manteniendo los acontecimientos referidos como expresiones de algo único, incomparable e irrepetible.

No podemos refugiarnos en  las ofensas y dolores que nos infligieron para no ver los sufrimientos de los demás.

Evitar las preocupaciones por las situaciones actuales sumergiéndonos en los dolores del pasado puede llegar a ser hasta inmoral.

El culto a la memoria implica la solidaridad, debe servir a la justicia, aquí, ahora y en todas partes.

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