La Sra. Paula, que ha vivido cerca de 8 años en un campamento en Concepción, me cuenta que gran parte del dinero que reunieron para postular a sus casas fue generado vendiendo sopaipillas y completos.
De las 230 personas que hoy están a punto de recibir su vivienda tres están muy enfermas y realizaron hace poco un bingo donde nuevamente unas pusieron aceite, otras harina, otras consiguieron unos premios, una sede vecinal y nuevamente pudieron ayudar solidariamente a los que necesitaban.
En Infocap una señora que realiza un curso de gastronomía me dice que todos los días sale muy temprano a trabajar, deja a sus niños en un jardín de la Junji, y como no puede pasar a buscarlos al mediodía, le pide a una vecina que se haga cargo de ellos hasta las seis de la tarde. Esta señora tiene cuatro hijos, me cuenta, y recibe a los otros dos como si fueran de ella.
Otra madre, cuenta que a veces no almuerza para poder comprar pan para la once de cada tarde y compartir con su familia.
Finalmente, un trabajador de la construcción ha pasado dos semanas durmiendo en el hospital porque su hija pequeña está enferma y él está sólo con ella. Sus otros hijos se han ido, mientras tanto, a vivir con su abuela.
Los más pobres viven en solidaridad, sin embargo, tienen que esperar años para recibir su casa, ningún banco les presta dinero, han sufrido malos tratos e injusticias en sus trabajos, reciben un sueldo que no les alcanza para vivir dignamente, y a veces, tienen que ocultar su procedencia para que los puedan contratar sin prejuicios.
Andan con lo justo y a veces, con menos de ello. En su mirada está marcada la pobreza. En su lenguaje la timidez para pedir lo que es un derecho. En su andar el desaliento de tantas frustraciones.
Alberto Hurtado puso en el centro de la mirada del país a los más necesitados. Descubrió en ellos el rostro de Jesucristo.
Quien es católico, nos decía, tiene la obligación de comprometerse por la causa de ellos.
Exigió, interpeló, cuestionó a una sociedad autocomplaciente que se creía muy observante en los ritos, pero tremendamente irresponsable respecto de su prójimo. Cristo está en la eucaristía, pero también en el rostro del pobre.
Luchó por la organización de los trabajadores, llamó al compromiso a los más jóvenes, se distanció de los partidos que miraban sólo los intereses de la élite.
Alberto Hurtado quiso a su Iglesia a pesar de la incomprensión. Fue un jesuita que se apropió de la experiencia de San Ignacio en buscar siempre lo que “haría Cristo si estuviera en mi lugar”.
Frente a lo grande, no empequeñecerse; frente a lo pequeño, no agrandarse. Visitar a un enfermo, organizar una rifa para una compañera enferma, juntar unidos el dinero para la libreta de todos, pagar el sueldo justo y no justificar la injusticia con un asado, un cumpleaños o una canasta familiar.
Capacitar y no apelar a los subsidios.
Tratar con respeto y dignidad al que ha salido de la cárcel, al que es adicto.
No mirar en menos al que tiene una orientación sexual distinta de la mía.
Hacer las cosas bien, no copiar los trabajos, no estudiar a medias, no “engrupirse al jefe”.
Eso y mucho más.
Alberto Hurtado, amigo de Dios y de los más pobres, ayúdanos a ser solidarios.
A dar lo que tenemos como necesario y no lo que nos sobra.
A poner en lo cotidiano nuestra harina, nuestro aceite, nuestros premios.
Abrir las puertas de los hijos que no son nuestros, a acompañar al que sufre y luchar por la justicia y dignidad que nuestro Chile merece.