En una columna publicada en un matutino hace algunos días, se advierte sobre las mujeres empoderadas y sus desventajas como pareja.
Se dice: atractivas, divertidas, buenas amigas y amantes, pero a la vez incompatibles a largo plazo con la vida en común. Una mujer dueña de sus tiempos, con el trabajo como prioridad y sin el vestido de novia en la cartera es un afrodisíaco, pero los estudios muestran que se divorcian más, que son menos receptivas a tener hijos, que son más infieles y que sí, sus casas están más sucias.
El trabajo lo sería todo para esta mujer moderna y las pequeñeces de la intimidad son solo eso. Pequeñeces.
Esto escrito sin duda desde un lugar de reclamo masculino en Chile, refleja bien las tensiones de nuestros tiempos: por un lado, el reconocimiento (y resignación) a transformaciones sociales que afectan el significado y performance del género -la forma de leer nuestras prácticas como femeninas o masculinas; y por otro, el malestar asociado a la pérdida de lo predecible, en este ejemplo, lo tradicional y confortante de la mujer esposa-madre.
Pero, ¿tiene algo de razón? ¿O es, como algunos de los lectores reclaman, otra expresión más de la añeja misoginia que afecta abiertamente a un porcentaje no despreciable de compatriotas – y a otros que, simplemente, han aprendido a aplicar mayores niveles de filtro de lo políticamente correcto? (Después de todo, nos indica, hasta las feministas añoran un buen proveedor).
Primero, en lo que tiene razón:
El país se ha ‘feminizado’ –hay un mayor porcentaje de mujeres, aunque no significativamente. Con mayor precisión, se ha normalizado la presencia de mujeres en ámbitos más allá de la familia, como el trabajo, política, arte, medios, academia y ciencia.
Las mujeres chilenas, o un porcentaje creciente de ellas, valoran el trabajo arduo y el reconocimiento que de ello puede hacerse en el mundo ‘público’.
Muchas no limpian su casa ni cocinan –y lo que es peor, no les importa. Aún más, sus vidas las satisface plenamente y, de tener un compañero, éste debe serlo en el completo significado de la palabra. Un amigo, un amante, un confidente. En suma, un par.
En lo que yerra el columnista e invita a la reflexión:
Insiste en el paradigma ‘tradicional’ de género –por nombrarlo de alguna manera- donde el énfasis es descubrir qué efecto tiene para el hombre emparejarse con una mujer ‘tradicional’ versus una ‘empoderada’.
O más bien, lo malo que puede ser para el hombre dejarse seducir por las bondades de la mujer independiente, que luego no será feliz dejando el trabajo para cuidar de los hijos y para quien el valor del matrimonio está a la par de la valoración masculina. El equivalente femenino de este esquema sería la mujer que finalmente, pondera en el hombre su capacidad de proveer por sobre todo.
A pesar del fraseo progresista, esta perspectiva no es sino la re-edición del viejo patrón ‘las mujeres a la cocina y los hombres a la oficina”.
¿Porqué no plantear lo difícil que es compatibilizar un trabajo demandante y competitivo con los deseos de intimidad tanto de hombres como mujeres?
¿Porqué no plantear que, en una sociedad de cambios emergentes, es necesario que todos nos reinventemos y abandonemos la tolerancia –o al menos anestesia- a la desigualdad?
¿Porqué no considerar la posibilidad de que todos podemos sentir pasión por el trabajo y por otros quehaceres?
El tránsito de hombres y mujeres a dimensiones de acción históricamente nuevas ha significado un desafío a las certezas de antaño que ameritan ser analizadas desde la visión de todos los afectados, no sólo desde lo que las mujeres pueden contribuir a la vida de los hombres (hijos, casa limpia), ni viceversa (protección, dinero).
He ahí el despropósito de insistir en la mujer empoderada (¿versus la sumisa?).
Y es que el mínimo aporte de esta generación -la del columnista y la mía, que ha vivido cambios de todo lo público y también de lo íntimo- es convertirnos en verdaderos revolucionarios, y sin blindaje de lo políticamente correcto, forzarnos a mirar el mundo desde un punto que no es el cómodamente nuestro.