“Y el odio más intenso está tan arraigado, que impone el silencio y convierte la vehemencia en un rencor constructivo, en una aniquilación imaginaria del objeto detestado, algo así como los ritos ocultos de venganza con los cuales los perseguidos desahogan terriblemente su cólera”. (George Eliot, Daniel Deronda)
En estos tiempos en que la intimidación y el terror parecen inundar los medios de comunicación, se nos nublan los ojos, palpita más rápido nuestro músculo cardíaco, se nos bloquea algo el pensamiento cognitivo, el cuerpo se mueve con menos soltura y libertad, el miedo y la inseguridad están al acecho, las percepciones respecto de los otros se tornan en desconfianzas, generando un comprensible fenómeno de paranoia que no nos deja vivir en paz, ante la creencia y casi convicción, que el que está al lado es mi potencial enemigo o un posible asesino. Se erige un clima de tanta agitación y perplejidad que no se hace posible vivir…y menos con-vivir.
Este contexto me lleva a recordar la siguiente definición de salud como “un estado de completo bienestar físico, mental y social, y no solamente la ausencia de enfermedad”. Esta enunciado procede del preámbulo de la constitución de la Organización Mundial de la Salud (OMS), que fue adoptada por la Conferencia Sanitaria Internacional, celebrada en Nueva York y firmada en julio de 1946 por los representantes de 61 Estados (Official Records of the World Health Organization, Nº 2, p. 100). Esta constitución entró en vigencia el 7 de abril de 1948 y la definición no ha sido modificada desde 1948.
Anclada en la declaración anterior destaco tres elementos potencialmente desprendibles.
1. Aunque no haya evidencias corporales de enfermedad, o manifestaciones poblacionales de una epidemia en el orbe, me atrevo a señalar que estamos al interior de una pandemia, es decir de un crecimiento exponencial de casos afectados, así como una expansión geográfica de gran alcance, algo así como una epidemia global, que se expande a través de países y continentes, siendo su gravedad dependiente, tanto de la facilidad con la que la enfermedad se transmite y de la relación entre las personas en potencial peligro y las personas inmunes (en este caso los niños o inocentes dependientes).
2. Resulta imperativo estar atentos y hacernos cargo de aquellos eventos que violan la paz social, el bienestar común, que amenazan la convivencia cotidiana, que quebrantan la tranquilidad y la seguridad de los seres vivos, incluida toda la naturaleza.
Los hechos de muerte ocurridos recientemente en París nos han remecido por su brutalidad y por la ferocidad del ataque de unos seres humanos contra otros, en nombre de una convicción fundamentalista que busca el aniquilamiento de los contrarios ante la no aceptación de la diferencia.
No obstante ello, aunque mayormente invisibilizados, los hechos de violencia están presentes en la vida cotidiana laboral, en las instituciones, a través de diversas formas de maltrato familiar o de pareja, en el lenguaje que usamos, en fin, todo aquello que no reconoce al otro como otro y que lo mancha, lo denosta y lo lastima, porque no es igual a mí, porque me molesta, porque sobra o simplemente por la egolatría y avidez que nos enceguece.
3. Es posible trabajar en la construcción de sociedades sanas haciendo prevención primaria de la enfermedad de la violencia, en la relación de cada día entre humanos, a través de la capacidad de escuchar, de la tolerancia, la paciencia, la aceptación, el cuidado del otro, la atención de sus necesidades, la prudencia en el uso de las palabras, la asertividad y promoción del diálogo por sobre el litigio.
Hagamos pues promoción de la salud de la paz, prevención de la enfermedad de la violencia, curación del padecimiento del odio, rehabilitación de la perturbación del deseo de aniquilamiento de los otros… la violencia siempre engendrará más violencia, y nunca la enfermedad se curará con otra enfermedad.