En estos últimos días se ha hecho más palpable la diferencia entre el discurso público y la práctica de una agenda oculta de este gobierno en materia de salud.
La crisis de las urgencias es grave, pero es síntoma de una enfermedad mayor: su colapso se debe al fracaso en la estrategia de la atención primaria que por falta de médicos –sólo está la mitad de los que se necesita- y se sufre un déficit cercano a los cien consultorios.
A ello se suma la inexistencia de una capacidad resolutiva que al no resolver la gran parte de las atenciones en el sistema primario, los pacientes recurren en masa a las urgencias de los hospitales públicos.
Estos, a su vez, hacen una atención de choque y tienen que derivar a los hospitales pero estos reproducen la crisis porque falta la mitad de las camas básicas, donde hay menos de dos camas por mil habitantes debiendo ser cuatro por mil habitantes o, como en Japón, donde hay 16 por mil habitantes.
Asimismo, tenemos sólo la mitad de las camas UCI y UTI que son de alto costo y que cuando no se tienen, los pacientes mueren.
Faltan 1.500 médicos especialistas. Al no poder el sistema público enfrentar el problema, se ven obligados a derivar hacia los privados generando un suculento negocio para las clínicas particulares.
Flor de negocio: fondos públicos que rendirían mucho más si fueran invertidos en más camas y en contratos a especialistas, terminan como parte de las utilidades de clínicas privadas, que no cesan de ampliar sus instalaciones en vista del flujo creciente de pacientes provenientes del sistema público, lo que es una verdadera privatización.
Ahí radica la disparidad principal entre las declaraciones grandilocuentes sobre el mejoramiento de la rapidez y la cobertura del AUGE frente a la práctica de resolver esos problemas a través del masivo traspaso de fondos públicos al sistema privado.
Cuando un hospital colapsa por falta de camas, es evidente que la solución lógica es invertir para aumentar las camas y no contratar las camas caras que tiene el elegante vecino de al lado.
El subsecretario de Redes Asistenciales no ha sido capaz de resolver un problema estructural que con este gobierno sólo se ha acentuado y profundizado.
Y cuando el director de un hospital público, director nombrado por el Presidente Piñera, se atreve a hablar y a decir, con todas sus letras, sin eufemismos, sin maquillar la realidad, que el sistema público está colapsado, lo despiden a él y no a su jefe, el que ha demostrado su ineficiencia e incapacidad para enfrentar racionalmente la crisis de la salud.
Ese mismo director, en marzo pasado, evitó derivar tres pacientes graves al sistema privado, ahorró 400 millones de pesos y con ese dinero construyó 40 camas para el sistema público.
Eso sí que es buena gestión, de la que un gobierno que tanto alardea de poseerla debiera destacar; pero no lo hace, porque su estrategia oculta es otra: debilitar al sistema público para que parezca lógico traspasar fondos a los privados.
Es hora de que esto termine. Es hora de que el funcionario ineficiente renuncie. Es hora de que el gobierno sincere sus intenciones.