A finales de los años 1980 se puso de moda estudiar la disposición a pagar de los pobres beneficiarios de los programas sociales del estado.
“Willingness to pay” en inglés, la moda impuesta por el Banco Mundial generó los “user fees” o cobro por atenciones básicas en salud o co-pagos (financiamiento compartido) en matrículas en educación básica o media.
Bajo la idea de contribuir al financiamiento o moderar el uso, aparecieron estos cobros, lentamente en las reformas de salud en el mundo, ligadas a los créditos de ajuste estructural del Banco Mundial y el FMI, post crisis económica de la primera fase de los 80.
El ejemplo positivo que se daba era el aporte de los habitantes de los campamentos de Lima, los Pueblos Jóvenes, para pagar por un bien básico como el agua transportada en aljibes hasta los tambores de sus viviendas.
La gratuidad empezó a morir de a poco y llegamos a lo que hoy denuncian los dirigentes como Giorgio Jackson, lúcidamente ante los padres conscriptos de nuestro estático Senado de la República, como una doctrina inmoral e injusta, aceptada por moros y cristianos.
Ellos, cual más cual menos neo-liberal, cual más cual menos monetarista, cual más cual menos adorador de la única doctrina posible después de la caída del muro de Berlín: los equilibrios macroeconómicos.
Todos finalmente, ortodoxos rabiosos o disimulados, incluidos los nuestros, bebieron y aceptaron esa moda.
Participé de la discusión de este mecanismo de financiamiento de las políticas públicas a fines de los 80, en la alborada de la restauración democrática en Chile.
Eran apasionados debates entre economistas ortodoxos y promotores sociales y pude ver cómo se desarmaban los febles sistemas de atención primaria de salud, de protección materno-infantil, de vacunaciones, en países pobres como Camerún, Chad, Perú o Bolivia.
Un desastre para la intervención pro-equidad, caracterizado por caídas en la cobertura de inmunizaciones o atenciones preventivas que rápidamente llevaban a la enfermedad y muerte por sarampión o diarrea.
Chile no era la excepción, se cobraba en la red de atención primaria del SNS en los últimos años.
La primera medida del gobierno democrático en salud en marzo de 1990 fue suprimir todos los pagos en el punto de atención de salud, consultorios, postas y servicios de urgencia.
Logramos recuperar la participación comunitaria en las estrategias básicas de salud y evitar el daño en la notable estrategia de la sobrevida de los niños y la protección de la maternidad.
Ello se reflejó en la acelerada caída de la desnutrición, la desaparición del sarampión, la baja sostenida a niveles desarrollados de la mortalidad infantil. Igualmente hoy el gasto de las personas, llamado gasto de bolsillo, es cerca del 40% del gasto total en salud y lo hacen los más pobres y la clase media.
No fue el caso de la educación donde se argumentó que el financiamiento compartido era bueno, que si la educación superior era gratuita se llevaban ese subsidio los más ricos y se diseñaron mecanismos que claramente se pasaron al otro extremo.
La situación de hoy es más que lamentable y genera esa indignación visible y argumentada en las movilizaciones sociales.
Es tiempo para un cambio bien pensado.