La escritura científica es a menudo aburrida y difícil de entender, mayormente cuando sus autores tratan de cumplir con los procedimientos rigurosos de las revistas reconocidas por sus índices de impacto.
Esta necesaria rigidez se contrapone con la obligación de difundir las ideas y descubrimientos que benefician a las personas y a la comunidad.
En la medida en que los individuos incorporan conductas basadas en conocimientos comprobados científicamente por sus efectos benéficos, esos conocimientos estarán cumpliendo su fin último de mejorar las condiciones de vida de la humanidad.
Para ello es necesario traducir y trasladar la evidencia científica al conocimiento masivo y a la conciencia incluso de los actores políticos. Idealmente un relato, como se dice ahora, para tener éxito debe contener el argumento, la vivencia y algunas reflexiones.
Fernando Mönckeberg nos muestra en sus recientes memorias publicadas por ediciones El Mercurio Aguilar como se hace esta traducción. En ellas logra reflejar como se puede trasformar la ciencia en políticas, en recursos, en instituciones, en movilización social, en epopeyas memorables. El tránsito que lleva la idea desde la intuición al laboratorio, a la sociedad y al impacto en la población es una tarea compleja que requiere, como él mismo lo dice, principalmente de perseverancia, de energía, de convicción.
Mönckeberg se podría haber ahorrado los sabrosos y honestos relatos de su infancia, de sus dificultades en el aprendizaje, de su personalidad increíblemente tímida transformada en una avasalladora, de muchos secretos de familia parte de una tradición propia y particular.
Esos capítulos de una trasparencia casi suicida , lo retratan a él como lo conocemos quienes hemos tenido el privilegio de ser sus colaboradores y amigos. Espontáneo, nunca derrotado, siempre alerta, viciosamente curioso por la novedad y su trascendencia, entretenido y divertido. Seductor y decidido, original y pertinaz.
Tanto elogio puede parecer excesivo, y tratando de ir más allá de las palabras, salgo a buscar la fuente de esa vitalidad, pensar en alguna hipótesis.
Nuestro hombre diría que a pesar de todas sus barreras iniciales, él logró expresar su patrimonio genético, generar algunas adaptaciones epigenéticas, rodearse de buenos amigos y “echarle padelante”. Pero ello no basta, hay más.
La continuidad y la transversalidad de su accionar en lo social y político es poco frecuente de ver hoy, estamos mucho más atrincherados. Monckeberg no dudó en trabajar con los gobiernos de turno y también en pelearse con todos. Los pobres están primero y no pueden esperar era el mensaje implícito. Alessandri, Frei Montalva, Allende y Pinochet, cuatro puntos cardinales de la política supieron de sus presiones, de sus argumentos, de sus peticiones. Más de algún político trató de utilizarlo para alguna transición y cuando se dio cuenta y cuando lo cuenta, le baja un ataque de risa. “¡Qué pajarón fui!, estaba empezando a creérmela”. Habría sido un buen presidente.
Pero más allá, a pesar de los seis años de colegio católico en régimen de internado perpetuo, saturante en liturgias y mensajes de autoridad, la semilla del mensaje del amor al prójimo que le contagiaron los niños desnutridos de la población La Legua con el cura Maroto, ha sido persistente en toda su vida.
Mi reflexión es que cuando se tiene fe en el hombre y en su origen, la razón se pone al servicio de su promoción. No hay antinomia entre la fe y la razón si se le busca el lado, es cosa de quererlo.
Por eso y sin más argumentos, creo que Fernando Mönckeberg podría ser nominado como el último de los socialcristianos. Si no saben lo que es ser un socialcristiano y si desean saber más, lean sus memorias.