En la iglesia primitiva no hubo sacerdocio, la comunidad estaba habilitada para celebrar la eucaristía, pero con el tiempo se instituyó prácticamente el “ministerio sacerdotal”: presbíteros, epíscopos encargados de celebrar la eucaristía. Un concilio les impuso la obligación del celibato. Sin duda influyeron los monjes en el surgimiento de esta obligación. No fue fácil introducir esta novedad. Se impusieron castigos severos contra las mujeres convivientes con sacerdotes.
La reforma protestante y la diversidad de cultos que suscitó han cuestionado la institución del celibato sacerdotal pero ésta ha sido firmemente reforzada por la reforma católica, por el Concilio de Trento.
Hoy día múltiples cambios culturales, pastorales, sociales han despertado variados cuestionamientos al celibato sacerdotal.
Mi tesis es que el celibato sacerdotal ha favorecido y sigue favoreciendo la división de la iglesia entre jerarquía y fieles, siendo así que tanto los orígenes de la iglesia como el postulado del Concilio Vaticano II piden que la iglesia sea realmente una comunidad de fieles y todos estemos igualados como Pueblo de Dios. La historia de la primitiva iglesia nos muestra que la nota comunitaria fue dominante en los comienzos y esto se rompió con la admisión de la iglesia como religión oficial del imperio. Al menos se advirtió la tendencia a constituirse centros de poder dentro de la comunidad cristiana.
Los epíscopos, presbíteros constituidos en autoridad, tendían a apoyar esta autoridad como originaria, como institución divina. También quisieron apoyar su autoridad religiosa en el poder civil que el imperio les concedía.
Entonces se impuso el celibato. El celibato cubría el poder con la nota de sacralidad. El poder político que adquirió la Iglesia hizo que se constituyera una “jerarquía” dominante en contraposición con la masa de los “fieles”. Estos fieles no tenían voz ni voto, prácticamente no pesaban y casi no existían como parte integrante de la iglesia.
La reforma quiso reaccionar contra esto pero el concilio de Trento estabilizó esta situación. Ha sido el Concilio Vaticano II el que ha marcado la meta de que la iglesia sea verdaderamente una comunidad de fieles, el pueblo de Dios. Pero el celibato mantiene la división entre clero y fieles.
El clero célibe y con poderes, los fieles a veces desconocidos como auténticos miembros de la iglesia. Hoy se oye a católicos que critican “la iglesia” siendo ellos mismos iglesia, pero no lo reconocen en su lenguaje.
El celibato tiende, como dijimos, a que el clero se sienta superior, más espiritual, más iglesia con los inconvenientes que esta discriminación representa. Por esto la supresión del celibato obligatorio me parece una medida conveniente. Tendría que abarcar a sacerdotes y a obispos.
Tendría también, evidentemente, que efectuarse en conjunción con una clarificación doctrinal. La autoridad episcopal no viene derivada del evangelio mismo. El episcopado es un ministerio eclesial, no divino (procedente de Cristo mismo).
Digamos finalmente que con esto no queremos en ninguna forma descalificar o disminuir el valor que tiene el celibato. El celibato individual es un obsequio a Dios, una consagración integral a su servicio, pero no puede reivindicar una excelencia institucional en el sentido que fundamenta una situación de privilegio.
Se da un valioso y fructífero celibato en la vida monacal, en la vida religiosa, en las comunidades apostólicas o institutos seculares. También debemos valorar la opción por el celibato que puede tomar –y de hecho toma- el sacerdote diocesano.
Pero en cambio un celibato que refuerza la separación del clero en su dimensión principal (exceptuando el sector de los diáconos casados), no favorece la unidad de la comunidad eclesial.