Voy a abordar un problema que nos afecta particularmente en el plano político. En el Parlamento más particularmente hay creyentes y no creyentes, creyentes católicos y tal vez algún evangélico, y parlamentarios que simplemente no tienen una fe religiosa.
El problema se produce cuando tienen que discutir y decidir sobre algún problema en que los creyentes creen tener una información a través de su fe, mientras que los no cristianos no admiten esta fuente de conocimientos.
El creyente se siente obligado a pensar consecuentemente con “su verdad”, el no creyente se siente incómodo y contrariado por esta “injerencia” de la fe cristiana en una discusión que considera debe darse únicamente en un plano secular o profano.Chile es una “ciudad secular” en que la Iglesia y Estado están separados, se alega.
Vamos a indicar la posición de conjunto que me parece más adecuada, más verdadera.Esta posición es crecientemente adoptada por los teólogos que han abordado el tema, aunque parece no ser aceptada por todas las instancias magisteriales católicas.
Se profesa hoy día que no hay contradicción alguna entre la verdad afirmada por la Biblia o por Jesús o por la tradición cristiana, que se oponga a las verdades sustentadas por la razón natural. Puede por tanto el creyente discutir con el no creyente con toda tranquilidad en el plano de la razón natural seguro de que no llegarán a ninguna conclusión contraria a su fe.
Ciertamente no será pertinente que invoque sus conocimientos de fe en un alegato con participantes que no son creyentes. La conclusión sería, por tanto, la siguiente: los problemas que ha habido y que aún subsisten en estas temáticas fueron falsos o imaginarios y si persisten lo hacen sin fundamento sólido.
Es de notar que muchas veces persisten estos problemas en forma latente, por ejemplo como prejuicios políticos contra partidos o posiciones partidarias bastante más generalizadas. Por ejemplo la profesión de ateísmo atribuido al partido comunista que impediría su concertación y alianza con partidos católicos.
Se puede invocar al mismo Papa Ratzinger a favor de esta posición; la fe cristiana, las verdades captadas por la fe no alteran lo que la razón comprueba, pero sí confirman y sobre todo motivan la adhesión de nuestra voluntad como cristianos.
Veamos la aplicación de este principio de “concordia entre la razón y la fe” a la situación de creyentes y no creyentes que deben resolver problemas legales.
La moraleja a señalar es que el creyente que debe colegislar con no creyentes puede aplicarse con tranquilidad a discutir todo el tema a la luz de la razón natural, buscando únicamente el bien común seguro de que no va a conculcar sus obligaciones de fe.Dios nos ha dado la razón para que la usemos plenamente cuando corresponda.
La tarea de legislar no implica reproducir en lo posible los diez mandamientos o condenar todo lo que es “pecado” sino asegurar en lo posible el bien común de la comunidad.
Deduzcamos de lo dicho algunos corolarios de importancia. Algunos problemas se centran en la existencia de ciertas leyes de carácter penal que caracterizan como delito determinadas conductas, que para el creyente son pecaminosas estableciendo límites al ejercicio de una mayor libertad humana que según algunos es exigida por el bien común.
En Chile se aprobó el matrimonio civil disoluble. Nuestros parlamentarios pensaron que el bien común pedía que los separados tuviesen en general la posibilidad legal de volver a casarse, y hubo católicos que, como tales, se opusieron a toda legislación que permitiera nuevo matrimonio civil.
Pero como insinuamos, no es tarea del legislador reproducir en su obra legisladora todas las normas que debieran inspirar la conducta moral de las personas, sino hacer que la legislación aplicada contribuya al bien común de la nación.
No es que nuestros legisladores en estos casos profesen que el fin pueda justificar los medios, no hacen el mal sino que reconocen que el mal se hace en este mundo, que hay que contar con el y, al legislar obtener con todo, un bien común.