Los cristianos no estamos viviendo tiempos fáciles. En una sociedad crecientemente abierta y secularizada, es cada vez más difícil e incómodo reconocerse como una persona de Fe.
La sola afirmación de ser una persona “religiosa”, o para que no suene tan extrema, bastando decir que uno tiene Fe, es asociada y juzgada como la de una persona sin argumentos racionales para enfrentar los desafíos de la vida cotidiana y futura, o en el mejor de los casos, es relacionada como alguien cercano a lo esotérico.
Si a lo anterior uno le agrega identificarse como católico, debe necesariamente hacerse cargo de una institución desprestigiada y desvalorizada, por los abusos sexuales y de otro tipo en los que se ha visto vinculada o ha sido protagonista en estos últimos años, además de la falta de coherencia de vida de sus miembros, sean consagrados o laicos.
Hasta aquí, me parece que este desprestigio, la desvalorización y el juicio social negativo hacia quienes nos declaramos como católicos, es lógico, justo y bien merecido.
Pero todo puede ser peor. El jefe máximo de esta Iglesia, nos interpela, nos exige y nos reta (en el doble sentido de la palabra, de reprendernos y desafiarnos) constantemente.
Francisco, el Papa que incomoda, nos dice a los católicos que no basta ir a Misa todos los domingos si no damos testimonio en la vida diaria de Jesucristo, nos invita a armarle “líos” a los Obispos para que salgan de sus comodidades, nos exige el vivir en coherencia con el Evangelio, doliéndonos con las personas que viven en pobreza y con el que sufre, nos exige encontrar y vivir la felicidad profunda del cristiano que se sabe querido y siempre acompañado.
El Papa Francisco es un jefe exigente, que pide máximos, que con fuerza y convicción, nos dice que volvamos a lo fundamental, a la esencia del ser cristiano, y dejemos de lado las excusas, los “pero” y las tibiezas.
Una esperanzadora y buena noticia.