El “Habemus Papam”, proclamado en voz del Protodiácono francés Cardenal Jean-Louis Tauran desde los balcones vaticanos -el miércoles 13 de Marzo de 2013-, fue el anuncio que instaló, al tenor de las tradiciones de la Iglesia Católica, Apostólica, Romana, en el cetro del Apóstol Pedro y a la cabeza política del Estado Vaticano al Cardenal argentino Jorge Mario Bergoglio, entronizado con el nombre de “Francisco”.
Este cónclave cardenalicio, abrazado por el maravilloso arte de la Capilla Sixtina, tiene perfiles históricos excepcionales evidenciados por variados hechos. Entre ellos que la elección del argentino Papa Francisco sigue a la renuncia del hoy, Papa Emérito alemán Benedicto XVI, abdicación cuyo antecedente más cercano se ubica en seis siglos atrás.
El nuevo jerarca del catolicismo romano es por primera vez en la historia eclesiástica católica, un jesuita latinoamericano. Su adoptado nombre “Francisco” recupera al fundador de los franciscanos, quien, en el siglo trece, desafió a las autoridades eclesiásticas de la época exigiéndoles reformular sus opciones en beneficio de los pobres, y planteándose de manera crítica y rupturista respecto de las lógicas papales que alejaban a la iglesia de sus deberes cristianos.
Pero la excepcionalidad histórica de esta elección papal, se produce en momentos cronológicos complejos para la institucionalidad católica, cuya máxima jerarquía se renueva.
La evidencia de sucesos que menoscaban la presencia y autoridad religiosa de la iglesia cristiana mayoritaria es parte de la realidad que el Papa Francisco, desde su moderada experiencia jesuita, deberá asumir y resolver.
Uno de los momentos sensibles que, desde una lectura analítica, aparece en el horizonte inmediato de la nueva autoridad vaticana, es el de las rivalidades y confrontaciones intra eclesiásticas del jesuitismo con las congregaciones Opus Dei y Legionarios de Cristo, que fueron parte del entorno de confianza del Papa Juan Pablo II, pero que bajo la conducción papal del Cardenal Ratzinger fueron, evidentemente, separados de espacios de poder político-eclesiástico vaticano.
También se evidencian los conflictos de credibilidad que afectan a la Iglesia Católica, referidos a la filtración de documentos secretos provocada por un funcionario de confianza del Papa Benedicto y que, al parecer, refieren temas morales y económicos de impacto interno y externo, éstos relacionados con el banco de la Santa Sede.
Lo que se instala como expectativa en el futuro de la conducción del Estado Vaticano, en manos del Papa Francisco, es la composición de la nueva Curia gobernante.
Lo más probable es que el entorno del nuevo gobierno romano de la Sede de Pedro tenga cambios radicales, requeridos, sin dudas, por la crisis numérica del catolicismo, cuyo evidente desgaste en diversos países del mundo, incluidos los latinoamericanos, exige decisiones políticas y eclesiásticas de severa drasticidad para restituir confianzas entre los fieles, muchos de ellos decepcionados por conductas impropias de sacerdotes que han contado con espacios de protección en algunas jerarquías, aún cuando esas acciones tipificaban delitos gravísimos.
Al parecer, las decisiones del Papa Francisco apuntarán a enfrentar internamente los temas complicados, en una decisión de renovar y corregir lo éticamente reprobable, adicionando, en otros terrenos relacionales, la recuperación de los valiosos aportes del Concilio Vaticano de los años sesenta.
No sólo en lo referido a procesos evangelizadores, sino, y también, a los diálogos con otras tradiciones religiosas cristianas -católicas ortodoxas, protestantes y evangélicas-, ejemplo de lo cual es el testimonio práctico y renovador que, en nuestro país, desde ese Concilio Vaticano II y hasta hoy, sin interrupciones, ha entregado la Fraternidad Ecuménica de Chile, y una de cuyas más relevantes presencias públicas se concreta en el Te Deum Ecuménico celebrado en la Catedral de Santiago, que es acto oficial de Fiestas Patrias en el mes de Septiembre.