Durante años, cada vez que aparecía un indicio de un caso de corrupción, las chilenas y chilenos escuchábamos a cuánta autoridad, a cuánto sector político, a cuánto centro de estudio ligado a estos últimos, a cuánto experto, a cuánto medio de comunicación, a cuánto organismo internacional, afirmar que era un caso aislado, que Chile era un ejemplo en materia de corrupción, que no era comparable a otros países de la región.Pero a estas alturas, no queda tan claro que se pueda seguir afirmando todo esto.
Si hay algo claro, es que en los últimos 13 años la ciudadanía nunca creyó este discurso oficial.
Según estudios de la Escuela de Administración y Economía de la Universidad Católica Silva Henríquez, entre 2003 y 2015 un promedio de 75% de las personas vulnerables de Santiago* piensa que en Chile hay un alto o muy alto nivel de corrupción. En tanto, el ranking de percepción de la corrupción ha estado liderado permanentemente por el mundo político (diputados y senadores, partidos), el Gobierno en general, los Tribunales de Justicia y subiendo rápidamente las empresas privadas, sin dejar de lado a las municipalidades, diversas reparticiones públicas, las policías, fuerzas armadas y empresas públicas.
En pocas palabras, toda la institucionalidad en la cual estos mismos han insistido que debemos esperar a que funcione y hagan lo suyo.
A esto se suma el que 8 de cada 10 personas,en promedio en estos 13 años, cree que la corrupción está en todos los niveles de la administración pública, que la cantidad de gente involucrada es mayor de lo que se sabe, que la gente no denuncia a los corruptos por miedo a represalias y que no se les castiga en forma ejemplar.
Sobre un 75%considera que los casos de corrupción son hoy más graves que hace un año y que hay más corrupción entre las personas que poseen más recursos que entre los pobres.
Demás está decir que, en general, todos estos resultados negativos aumentaron significativamente el último año.
Por si alguien todavía se pregunta a qué se pueden deber estas desfavorables percepciones de los últimos años, basta recordar el creciente número de casos y de personas ligadas a responsabilidades públicas que cada día saturan todo tipo de medios de comunicación por su (presunta) vinculación a casos de corrupción.
Entonces, alguien podría preguntarse a qué se pudieron deber estas percepciones negativas de una amplia mayoría hace 8, 10 o más años cuando los casos eran “aislados” tratando de llegar a las causas de las percepciones o, quizás, a una descalificación de estas como instrumento válido para que la ciudadanía se exprese y evalúe a sus autoridades e instituciones.
Más allá de esta discusión, que tiene su valor por cierto, quisiéramos insistir en que, para bien o mal, las percepciones construyen realidades en la mente de las personas, las que influyen (y se dejan influir) en sus opiniones, expectativas, creencias, confianza, credibilidad, evaluaciones, sus conductas y, por cierto, en su disposición a participar en procesos electorales y en su voto, por lo cual no son irrelevantes para el país, independiente de que sean acertadas o no.
Por ello, hemos insistido en los últimos años en la urgencia de que las autoridades de todo nivel se hagan cargo de sus responsabilidades en este tema, exigiéndoles máxima coherencia, transparencia y consistencia en su actuar y en el de las instituciones, con el discurso público que mantienen, así como la generación de normas claras, con sanciones efectivas que sean un real desincentivo a cualquier práctica reñida con la probidad y transparencia.
Si bien en este último punto se ha avanzado con la presentación y aprobación de algunos proyectos de ley, no queda tan clara la convicción de todos los actores respecto al camino a seguir, ya que en algunos sectores pareciera haber mayor interés en salvar a determinadas personas y su imagen, más que en crear las bases para recuperar la confianza y credibilidad en la institucionalidaddel Estado.
¿Será su lema “hasta que el elástico se rompa”?
¿No será que ha llegado la hora que algunos (o un poco más que algunos) den un paso al costado y que renuncien a sus pretensiones de jubilarse en el “servicio al país” (y de paso, que renuncien también a dejar a sus herederos)?
¿No será que ha llegado la hora que la democracia vuelva a las mayorías ciudadanas y deje de pertenecer a elites políticas que se protegen mutuamente y se auto reproducen?
* Por la línea de ingreso per cápita utilizada para definir el universo en esta investigación, cubre cerca del 60% de la población de Santiago (sexto decil) de acuerdo a la encuesta Casen.