Se acercan las elecciones municipales. Momento de decisión en que, cada ciudadano, debe optar por ese futuro cercano del territorio en que habita. En cada uno de los 345 municipios del país, el 23 de octubre de este año será un día clave.
Aunque se considere esto de sentido común, no necesariamente lo es. A la luz de lo que han sido los procesos electorales desde el año 90, ha quedado claro que la intención y acción de voto no se guía necesariamente por este principio básico.
Mucho se dirá sobre los motivos por los cuales las comunidades deciden por una u otra opción electoral. Cercanía personal con el candidato, conocimiento de su historial, propuesta programática, tendencia política, adscripción a coaliciones con más o menos posibilidades. Insondables son los caminos de la voluntad en la cámara secreta.
Este artículo apuntará a una sola variable. O, mejor dicho, antivariable. La del dinero.Una que ha sido el origen de los cuestionamientos al sistema político y, por extensión, del cohecho indirecto y de normas donde claramente fueron motivos muy distintos del interés común los que permitieron su aprobación. La Ley de Pesca es el caso más emblemático.
Fue hace varias elecciones que, en el marco de candidaturas por el Partido Ecologista, en el equipo de campaña de Aysén decidimos la no instalación de palomas en las calles de Coyhaique y sus alrededores. Así como tampoco empapelar la ciudad ni pagar a los propietarios de viviendas por instalar lienzos o gigantografías. No fuimos los primeros. Seguimos la senda de otros antes, por cierto.
El sentido de esta decisión fue múltiple.
El respeto por el espacio público común en primer lugar. No es que se considere que la acción política sea negativa en sí misma, pero la propaganda electoral ha llegado a niveles tales en que durante los plazos legales más parece invasión que el legítimo derecho a informar sobre las distintas opciones en competencia.
El objetivo de este tipo de estructuras motivó otra reflexión. Estas instalaciones nada dicen sobre qué representa (o significa) votar por uno u otro candidato. Producto de sus características, se complejiza explicar programas u objetivos en profundidad, por lo menos en las hechas para su visibilidad a distancia.
El costo económico fue otro de los aspectos considerados. No solo porque no se contara con recursos ilimitados sino porque para acceder a ellos se requeriría necesariamente recurrir a quienes están disponibles para financiar la política. Análisis correcto, a la luz de lo que se ha sabido siempre pero que solo en los últimos años ha pasado a ser para la opinión pública un aspecto fundamental relacionado con la calidad de nuestra democracia.
El sentido de competencia a todo evento ha generado un todo vale que, a fin de cuentas, no permite que sean las ideas y programas los que influyan en la intención de votos. Canastas familiares, pelotas de fútbol y camisetas para clubes deportivos, onces para agrupaciones de ancianos y televisores para rifas, siguen el mismo patrón de la paloma y gigantografía hija del photoshop y son el ejemplo de la pérdida de la responsabilidad ciudadana, tanto de electores como de candidatos, a la hora de tomar decisiones tan importantes como elegir a quienes tendrán la responsabilidad de conducir el Estado en sus distintos niveles.
Ejemplo perverso de ello es que hasta hoy estas acciones en períodos de campaña pueden ser reembolsadas como gasto electoral. Es decir, el Estado – todos nosotros – financiamos el clientelismo y el marketing sin contenido que ha inundado una parte importante de la vida social y, por extensión, también la acción política. En nuestro Chile el clientelismo no solo es considerado legítimo sino, incluso, legal.
Tanto es así que hay quienes creemos que las empresas no debieran poder incurrir en financiamiento electoral. No solo porque quienes votan son los ciudadanos y no las compañías, sino porque además el objetivo legítimo de estas es el lucro y así como la figura de la responsabilidad social empresarial es utilizada por múltiples empresas simplemente como publicidad y corrupción social, esta suerte de “responsabilidad política empresarial” surte el mismo efecto.
Tampoco es lógico pensar que un ciudadano aporte económicamente a dos o más contendores. ¿Qué sentido democrático tiene que yo como individuo aporte dinero a la campaña de A y también a la de B, cuando ambos son adversarios en la arena política o tienen programas disímiles? No es el interés colectivo, por cierto.
Por ello, un elemento a considerar en la decisión de voto es el despliegue económico del candidato. La inversión que realiza en publicidad, equipos de terreno y toda su campaña, que está claro no es fruto del voluntariado sino financiada, dan cuenta no solo de la mirada del postulante sino también de que alguien cobrará, al final del día, la factura.
Y ese pago se realizará con cargo a leyes en el caso de congresistas y favores de otro tipo en el de otras autoridades elegidas. Así es como se pervierte el sentido del bien común. Y eso es lo que hemos visto, lamentablemente, no solo en la aprobación de leyes sino, también, en los debates públicos. El silencio cómplice de diputados, senadores y diversas autoridades elegidas en temas de alto interés de sus propios distritos y circunscripciones es solo una muestra de ello.
La regulación de límites a gastos de campaña y la generación de espacios públicos y de medios para la promoción de todos los candidatos, y la opción por aquellos postulantes que difundan sus programas (conocido como voto programático) son algunas de las alternativas para revertir la tendencia actual. Además de dar igualdad de condiciones para la competencia y permitir evitar la cooptación empresarial de los futuros servidores públicos.
Por eso, si ve que un candidato cuenta con un financiamiento desmesurado y más aún desconocido, desconfíe. Alguien pagará, en algún momento, esa factura. Y lo más probable es que sea usted, con su propia calidad de vida y la de sus hijos. O incluso peor, toda la sociedad.