Año Nuevo desencuentro nuevo en la Nueva Mayoría. Un traspié consiguió opacar transitoriamente uno de los mayores éxitos de la Presidenta Bachelet: lograr consenso nacional respecto de la gratuidad como esquema de financiamiento público a la educación superior. Ello amerita una reflexión en torno a la coalición gobernante. ¿Logrará sostenerse hasta el término del presente gobierno? ¿Cumplirá su programa? ¿Se proyectará hacia un nuevo mandato?
No son pocos quienes, con buenas y malas intenciones, desde sus flancos derecho e izquierdo y algunos desde su interior, azuzados por aquellos que torpemente pretenden que no cambie nada, se desviven porque la respuesta a estas preguntas sea un rotundo ¡No! Lo más probable, sin embargo, es que todo resulte más o menos bien, lo cual por cierto sería el mejor resultado para el pueblo y el país.
La ciencia política clásica enseña y la experiencia de un siglo lo confirma en Chile y otros países, que en la época de transición a la modernidad, que coincide con la urbanización, la política se desenvuelve en una compleja dialéctica, una suerte de “paso a dos”, entre sucesivas ebulliciones populares que empujan desde abajo y un sistema político que realiza desde el Estado las intervenciones, de menor o mayor profundidad, que en cada momento se requieren para el continuado progreso de la sociedad. Si no lo logran en una determinada coyuntura, los países pueden experimentar regresiones transitorias más o menos dolorosas.
Las ideologías que han movilizado la actividad ciudadana, así como las formas que ha adoptado el sistema político y el Estado mismo, han mostrado una riquísima variedad. Van desde las corrientes más avanzadas del pensamiento ilustrado e instituciones republicanas bastante democráticas, hasta concepciones religiosas bien arcaicas y nacionalismos, más o menos conservadores, y las más diversas variedades de autoritarismos burocráticos, respectivamente. Todo ello adopta formas singulares en cada uno de los países que hasta el momento han realizado este tránsito epocal, el que todavía se encuentra exactamente a medio camino en la humanidad considerada en su conjunto.
La experiencia chilena presenta interesantes rasgos peculiares. Su pueblo ha mostrado una notable sensatez y paciencia junto a una perspicaz percepción de lo que ocurre, sin perjuicio que a cada década en promedio pierde la paciencia, proporcionando con ello la energía requerida para hacer lo que hay que hacer.
El sistema de partidos políticos, por su parte, ha evidenciado una extraordinaria flexibilidad, que casi siempre le ha permitido conformar las alianzas que han logrado impulsar desde el Estado, que a su vez ha adoptado formas democráticas adecuadas a este tipo de interacción, las transformaciones que ha demandado cada una de las coyunturas de cambio. Ello ha significado que la transición chilena a la modernidad ha cursado en general por cauces singularmente pacíficos, legales y democráticos, incluso en periodos de cambios mayores. Ello ha ganado a este pequeño y remoto país el respeto universal representado en la figura del Presidente Allende y la condena igualmente universal al traidor Pinochet.
Solo en dos ocasiones en el curso del último siglo, el sistema de partidos políticos no estuvo a la altura de las circunstancias y en ambos fue la burocracia militar la que asumió el mando. En 1924, empujada desde abajo por una movilización popular en alza, concretó en breve tiempo la creación de las principales instituciones del Estado moderno. En 1973, imponiendo el orden que demandaba una ciudadanía cansada tras varios años de agitación revolucionaria que ya había logrado sus objetivos fundamentales, pero trágicamente un orden contrarevolucionario que representó un violento retroceso en todos los ámbitos de la vida nacional, que casi medio siglo más tarde todavía estamos empeñados en terminar de reparar.
Una de la causas del fracaso del sistema político en 1973 fue el marco internacional de guerra fría, el que aparte de resultar decisivo a la hora de volver a los militares en contra del proceso desarrollista que ellos mismos habían iniciado medio siglo antes, facilitó la división del pueblo y los partidos políticos progresistas, de inspiración socialista y socialcristiana; explicación que por cierto no puede excusar la responsabilidad de los actores, puesto que otros procesos han superado con éxito coyunturas internacionales muchísimo más adversas.
La Nueva Mayoría representa precisamente la superación de la división aludida y está sostenida en la profunda asimilación por parte del pueblo y los partidos políticos acerca de sus trágicas consecuencias para todos. Dicha convicción se extendió a partir del momento mismo del golpe. Hay constancia de ello en documentos políticos claves, como la declaración de un distinguido grupo de militantes demócrata-cristianos y los informes políticos presentado por Carlos Lorca y Jorge Insunza a los partidos socialista y comunista, respectivamente, en las semanas posteriores al golpe. Más allá de ello y más importante, el reencuentro en la base entre todos los opositores al golpe y las formas brutales y reaccionarias que evidenció desde el primer momento, se produjo de inmediato.
Es bien conocido el heroico papel que jugaron las iglesias y los abogados en su mayoría demócrata cristianos, que sin vacilar un momento y desde el golpe mismo asumieron la defensa de las víctimas. Menos difundido es el hecho que ello constituyó un impresionante y conmovedor fenómeno de masas. Desde el instante del golpe se generó un tupido tejido de discreción y lealtades inquebrantables entre todos los opositores del golpe, que desde ese mismo instante abarcaron la mayoría de la población.
Gracias a ello fue posible proteger a los perseguidos y organizar la resistencia a la dictadura en todas partes y desde el primer momento. Ello se extendió y profundizó sucesivamente hasta que, nuevamente impulsados por un gran momento de ebullición popular en los años 1980, el más difícil, extendido y sacrificado de todos, el sistema de partidos políticos logró reconformarse y establecer nuevas alianzas que permitieron poner término a la dictadura.
Sobre estas sólidas bases forjadas en los años duros y en el seno del pueblo, las dos alianzas progresistas que se han conformado a partir de ese momento han logrado superar la vieja división del pueblo y partidos, entre socialistas y social cristianos, y han sido las más amplias que registra la historia. Especialmente la Nueva Mayoría, coalición que finalmente ha incorporado al más antiguo de los partidos populares de inspiración ilustrada, el Partido Comunista de Chile.
Por diversos motivos, la responsabilidad de todos los actores, influencias externas mediante, no pudo lograrse al término de la dictadura, con severas consecuencias respecto del carácter de la transición y la legitimidad del sistema político que le sucedieron. Al respecto solo cabe recordar que de haberse conformado entonces algo así como la Nueva Mayoría, ésta habría arrasado en las primeras elecciones en 1989, logrando mayorías parlamentarias más que suficientes para reformar la constitución, puesto que el sistema binominal se hubiera vuelto en contra de sus creadores. Igualmente habría que haber avanzado con precaución, la política nunca camina sobre un sendero tapizado de rosas, pero la transición chilena ciertamente habría tenido un contenido muy diferente, que quizás hubiese ahorrado algunas de las penurias actuales, como sucedió en otros países tras la caída de sus dictaduras.
El éxito del gobierno de la Presidenta Bachelet y su proyección en un nuevo mandato de Nueva Mayoría —coalición que por la fuerza de los acontecimientos debería ampliarse hacia su izquierda y el centro— van a depender principalmente de cómo se mueve en su complejo “paso a dos” con la agitación de la ciudadanía. Si es capaz de asumir su conducción aprovechando la inmensa energía que libera mientras se mantiene en alza, para enfrentar con determinación los desafíos y realizar los cambios que hay que hacer, que son varios y considerables como renacionalizar el cobre por ejemplo, para luego, cuando aquella inevitablemente amaine, con la misma decisión frenar y consolidar lo avanzado: son las lecciones de la tragedia de 1973.
La experiencia de nuestros padres y abuelos —de todos los colores del espectro político sin excepción— enseña que ello es posible y que ciertamente la mejor forma de avanzar es mediante estas grandes coaliciones progresistas, como las que han encabezando y llevado a puerto a cada una de las olas de participación ciudadana masiva que han impulsado el progreso de la sociedad. Lo más probable es que se logre nuevamente, entre otras cosas, porque las alternativas no son las mejores.