Dice el viejo chiste que, en los peores momentos de la discriminación racial en la zona sur de Estados Unidos, cuando se obligaba a los negros a ocupar los asientos traseros de los buses y se reservaban los delanteros -mucho más cómodos- para la gente blanca, un conductor, aburrido de esta situación y de las peleas que se producían, decidió que todos serían verdes y no habría más negros ni blancos.
Los pasajeros aplaudieron entusiasmados con que se resolviera el problema con una solución tan sencilla. El conductor dijo entonces: “Muy bien, ahora que estamos de acuerdo, las personas de color verde oscuro se sientan en los últimos asientos y los de color verde claro pueden quedarse con las primeras ubicaciones.”
Este chiste refleja en gran medida lo que ha venido sucediendo en nuestra sociedad, en la que llevamos años luchando por la igualdad y la equidad entre los hombres y mujeres que viven en este país, al punto que se ha convertido en un lema de campañas electorales y una suerte de elemento mínimo de lo que se considera políticamente correcto.
Sin embargo, a la hora de poner en práctica esa igualdad, pasamos a ser verdes claros o verdes oscuros. El primer filtro de esta discriminación es la condición de amigo o desconocido de la persona a la que se trata de reconocerle sus derechos.
Un segundo filtro es calcular cuánto de ese reconocimiento de derechos nos favorece a nosotros mismos y el tercero, al contrario, es hacer la estimación sobre la manera en que ese derecho puede favorecer a nuestros adversarios, porque reconocer que no todos son amigos significa de forma indirecta asumir que los que no son amigos son eventualmente adversarios, en la medida que en cualquier momento pueden criticar a nuestros amigos o a nosotros mismos.
Si aceptamos que hemos tropezado con la tentación de reconocer el mismo derecho a unos y negárselo a otros, dependiendo del grado de cercanía o de simpatía, es que simplemente no hemos comprendido que la igualdad es -valga la redundancia- igual para todos.
A lo largo de este mes de paro en el Registro Civil, la actitud de la opinión pública ha variado desde un apoyo adicional a un creciente rechazo, como resulta comprensible cuando el ejercicio de los derechos de los otros provoca una incomodidad y una restricción a nuestros propios derechos.
El asunto tiene que ser observado entonces con desapasionamiento, para asegurar un juicio justo. ¿Son los funcionarios del Registro Civil amigos o adversarios? Por lo general, no caben en ninguna de esas categorías.
En segundo término, ¿cuál de los derechos en colisión es prioritario, el luchar por lo que se supone son mejores condiciones laborales o el acceso a la documentación que entrega el Registro Civil para determinados trámites?
Es evidente que no es lo mismo obtener la inscripción de nacimiento para un bebé o el certificado de defunción para una persona fallecida recientemente, que la simple renovación del carnet de identidad. La atención de los medios de prensa en los casos más dramáticos genera la impresión que hay cientos de miles de personas que han visto gravemente vulnerados sus derechos.
Por otra parte, a lo largo de todo el proceso ha habido una seria confusión respecto de los antecedentes que permitirían a la opinión pública tener un juicio fundado y objetivo acerca del paro del Registro Civil, y eso es lo que ha llevado la polémica a otro nivel, dejando a la ministra de Justicia casi al margen de la negociación y centrándola en La Moneda, lo cual ya es un triunfo para el movimiento laboral, sin considerar que la cara visible del paro, Nelly Díaz, ha obtenido más y mejores espacios en la televisión que la mayoría de los dirigentes políticos del país.
El problema ahora es cómo terminar el conflicto, o dicho de otra manera cómo sacarse la pintura verde de encima.