En el diálogo cotidiano de la ciudadanía, las opiniones vertidas son como látigo peligroso y directo sobre la piel: el país no avanza, la corrupción se consolida y la ineficacia de las instituciones para responder a las demandas y anhelos de la comunidad parece no tener retorno.
Delincuencia, reformas, mercado del trabajo, transporte, oferta inmobiliaria y sistema de pensiones, entre otros hitos, tensionan los discursos de la calle y los que son emitidos por los operadores de la administración del espacio público.
Entre unos y otros una distancia, reflejada por las encuestas de opinión y las cifras de éxito y crecimiento, por la abstención electoral y los indicadores de eficiencia, percibidos generalmente como datos duros de la autocomplacencia de autoridades sin contacto directo con la calle y sus habitantes.
Como si Chile fuera México, como si fuéramos Haití. Una mirada desalentadora sobre los logros obtenidos desde el retorno a la democracia y un pesimismo indignado respecto de los próximos años y de los desafíos que debemos enfrentar para continuar construyendo un país de oportunidades crecientes y riesgos controlados, de libertad política, transparencia y bienestar, en democracia y participando activamente en la construcción de una comunidad internacional con base firme en los derechos humanos.
Con certeza podemos afirmar que Chile no es México y tampoco es ya el mismo país de hace cuarenta años, cuando el analfabetismo, la mortalidad y la desnutrición infantil representaban los principales problemas sociales.
Hoy nuestros problemas son la obesidad mórbida, el envejecimiento progresivo de la población y el acceso a la supercarretera electrónica para ingresar a la sociedad del conocimiento y la información, el impacto ambiental de la demanda energética y la transparencia en el accionar de las agencias y agentes de poder.
La sensación ambiental es que entre la puerta giratoria y las sillas musicales, la gestión de los desastres y escándalos, el bajo crecimiento e incertidumbres fundamentales- ¿habrá o no nueva Constitución?, el país se estanca, los beneficios son acumulados por unos pocos y los temores se hacen realidad.
Contra esto, no nos queda más que reconocer las zonas de difícil cicatrización. La reconciliación y la transición a la democracia han dejado marcas hipertróficas, heridas cerradas pero visibles y traumáticas sobre las que volvemos la mirada de manera permanente. 1973, 1988, 2010 son solo algunos puntos de ruptura que fracturan y distancian. No es fácil decir “hemos sanado las heridas de la patria”. Estas, por el contrario, aún duelen.
Necesitamos emprender un proceso terapéutico a escala política para construir un proyecto compartido de país, con liderazgos sin privilegios y opinión ciudadana con participación. Enfrentar las tensiones sin menoscabar a los opuestos y, por cierto, permitir los gestos de confianza e invertir en la imagen y eficacia de las instituciones.
Cuando la banda de rock argentina Zumo, publicó en 1985 el disco “Divididos por la felicidad”, la primavera alfonsinista comenzaba a recorrer sus primeros y breves días. Es esa misma felicidad en un país con más (pero insuficiente) bienestar, oportunidades y recursos, la que se nos escabulle en estos días, generando esa sensación de malestar que se exterioriza en el diálogo cotidiano.
Y quizás, sin más, en Chile sigamos “pateando piedras” a la espera de una próxima oportunidad para entrar al juego de las oportunidades y riesgos compartidos, profundizando la democracia y distribuyendo la riqueza socialmente producida.