El diccionario define la palabra “poder” como tener la facultad o la potencia de hacer algo.En política, naturalmente, ese “hacer algo” se traduce como generar o impedir los cambios, según sea el caso y de acuerdo al pensamiento filosófico de quienes ostentan el poder.
En lo formal, en Chile el poder lo tienen el Ejecutivo, el Legislativo y el Judicial, todos ellos llamados poderes del Estado. Se podría discutir el grado de poder que tienen otras instituciones como la Contraloría General de la República o el Tribunal Constitucional, y desde un punto de vista informal, la situación de poderío de los medios de comunicación, los empresarios, el sistema financiero e incluso algunas organizaciones de la sociedad.
Lo que es claro es que, una vez terminadas las votaciones, las personas delegan su poder hasta las siguientes elecciones. A algunos les gustaría creer que la soberanía popular se pudiera ejercer en cualquier momento, pero la verdad es que nuestra institucionalidad no lo permite y no es casualidad porque, así como el prestigio de la clase política se encuentra por los suelos desde el punto de vista de la ciudadanía, las instituciones de la República tienen también una profunda desconfianza respecto de las personas.
Esta desconfianza se expresa en que las cúpulas están convencidas que ellos y solo ellos saben lo que conviene a las personas y, desde su propio pensamiento doctrinario, tienen una imagen respecto del tipo de sociedad más apropiada para los chilenos.
La situación es muy simple para la cúpula. Ellos entienden que en cada elección se exhibe a la gente distintos modelos de sociedad, como productos en una vitrina. La ciudadanía elige y les entrega el poder sin posibilidad de exigir su devolución hasta los siguientes comicios.
Para los que ejercen el poder informal, el trámite de las elecciones es innecesario porque ellos siempre serán los que tengan la razón, pero lo aceptan porque siempre es bueno guardar las formas. Pueden atender argumentos, ceder en algunos aspectos, pero en esencia el país se dirige en la dirección que ellos determinen.
El problema de fondo es qué sentido se le da al poder. En términos simples, debería ser para cumplir con las promesas electorales, pero cada vez más gente sospecha que no es tan sencillo. Las negociaciones suelen terminar por desfigurar esas intenciones y al final da la impresión que el resumen es que el poder se ejerce para mantenerlo.
La democracia representativa en la cual se encuadra gran parte de las democracias occidentales es un contrato en el que los verdaderos propietarios del poder (la gente) cede su uso a un grupo de personas con el compromiso que cumplan los términos acordados en el contrato, esto es administrar con eficiencia el país, hacer algunos cambios considerados importantes y proponer iniciativas que vayan en favor del bien común.
¿Pero qué puede hacer en la actualidad ese pueblo soberano cuando descubre que no se cumplen los puntos pactados y que el poder, en lugar de emplearse para hacer lo prometido? No mucho, salvo criticar en las redes sociales, en los espacios que permiten los medios de comunicación, organizarse para potenciar el reclamo y, sobre todo, no olvidar el incumplimiento para no renovar la delegación del poder en las siguientes elecciones.
¿Y si aún así las personas sospechan que quienes ejercen el poder lo hacen para su propio beneficio? En ese caso, pueden organizarse para ser ellos mismos los que asuman la delegación del poder, es decir competir para ser electos.
Y si lo logran, ¿qué sentido le darán a su gestión? Una vez que consigan el poder, si lo obtienen, ¿se darán cuenta que el modelo de democracia representativa está agotado e intentarán otro modelo, o simplemente se integrarán a las cúpulas y entrarán en el juego de usar el poder para mantenerlo?
La respuesta no es sencilla, pero hay que tener claridad en los objetivos antes de comenzar a trabajar por ellos.