Es curioso que en nuestro país, los problemas principales muy a menudo se le esconden a los políticos, como la liebre a los cazadores. Todos se ponen a discutir por su lado lo que les parece muy importante, propinando certeros disparos a temas aparentes, cuando lo que es realmente fundamental ni siquiera es tratado, y como la astuta liebre, se pavonea desde su escondrijo sin ser tocado.
Esto es lo que pareciera exactamente ocurrir frente al tema del financiamiento en la política: se discute acerca de cómo debe ser financiada la política y se esgrimen argumentos contundentes en favor del financiamiento público, pero no se toca el tema principal, que es el de fijar en qué se va a a gastar esa plata que ahora provendría del Estado.
Esto ocurre de esta manera porque los políticos chilenos viven casi todos en la ilusión de la eficacia indiscutida de la publicidad y ni siquiera se imaginan que pudiera haber otros métodos y otras formas de llegar hasta los oídos ciudadanos.
En Chile, el imperio de la publicidad es absoluto, nadie lo pone en duda, y por eso aquí la expresión “campaña política” es equivalente a “campaña publicitaria”. Dentro de este cuadro, la idea de trasladar las campañas políticas desde el ámbito privado al público aparece como una franca locura. Equivale a decir que el dinero que las empresas de publicidad reciben actualmente de las empresas privadas pasará a ser pagado directamente por el Estado.
O sea, pasaremos todos los chilenos a financiar los carteles que durante las épocas de campaña repletan las calles, cuelgan de los árboles, y los cables eléctricos, acosándonos con mensajes insulsos y llamándonos a votar por una lograda sonrisa.
Seremos nosotros mismos los sostenedores de que se pongan gigantografías en las auto-rutas o de que las radios se inunden con una gritería estridente anunciándonos el tan esperado cambio de nuestras vidas en cuanto votemos por tal o cual candidato fanfarrón.
Financiaremos nosotros los afiches pegados en las calles, los steakers pegados en los asientos de los buses, las pinturas en los muros y las pancartas que nos entregarán sonrientes jóvenes con camisetas con la imagen del candidato, también compradas con nuestro dinero. ¿A eso se nos está invitando cuando se nos plantea que debiera haber un financiamiento público de la política?
Pareciera entonces que el problema está en otro lado: el problema no es tan solo el de quién financia la política, sino en qué es lo que financiará el que financia. Especialmente, si el que financia es el Estado.
La publicidad es antidemocrática por excelencia, no apela al ciudadano, sino al cliente, no le interesa mayormente si lo que se publicita es verdadero o falso, es maestra de lo aparente. Su fuerza está en la repetición de los mensajes, más que en la potencia de sus contenidos. Quiere seducir, aunque sea a costa de inducir sueños e ilusiones en los que la víctima de estas estratagemas se pierde.
Tiene sentido cuando se trata de vender y comprar productos del mercado, pero es altamente peligrosa cuando se trata del reforzamiento de los lazos verdaderos ente los ciudadanos. Es un mero instrumento y su eficiencia depende demasiado de quién la utiliza y con qué fines. Son los nazis los que la introdujeron sistemáticamente en la política para asentar un régimen demoníaco que destruyó las bases mismas de la convivencia ciudadana.
En los países civilizados, su uso en la política está estrictamente limitado y su acción se encuadra dentro de las exigencias de la vida democrática. En Inglaterra o en Francia jamas se verán las calles principales de la ciudad llenas de carteles llamando a votar por tal o cual. Lo que ocurre en Chile, en estos países se consideraría un acto de barbarie y un atentado en contra de la ciudadanía. Está absolutamente prohibido.
En esos países, las municipalidades destinan paneles especiales puestos en lugares visibles de la ciudad, donde los candidatos pueden poner sus carteles, todos ellos del mismo tamaño y en los cuales se privilegian los mensajes políticos. Las campañas están constituidas mayoritariamente por debates públicos, y encuentros directos con la ciudadanía. Se vota por ideas, no por imágenes construidas por la publicidad.
Por eso, discutir en la actualidad sobre el tipo de campaña que se permitirá y cual se prohibirá es de extrema importancia si se desea cambiar la relación entre la política y el dinero. Las campañas políticas serían mucho más baratas si fueran campañas ciudadanas y no campañas publicitarias.
Está bien que el Estado financie a los partidos para difundir sus ideas y sus principios, pero está pésimo que financie campañas publicitarias. Los políticos chilenos deben comprender que lo que los ciudadanos queremos es más radical que lo que ellos se han imaginado hasta ahora.
No queremos que los políticos sean comprados por los grandes empresarios, pero tampoco queremos que el asedio publicitario sea el arma principal de la política en Chile, no queremos que la política se tome el derecho a ocupar todos los espacios que el dinero le ha prestado hasta ahora, exigimos que la dignidad ciudadana se ponga antes que el griterío de feria en el que se gastan fortunas y que ha venido a reemplazar al verdadero debate.
Que los políticos bajen la voz, que se hagan valer por lo que son y no por lo que parecen, que no gasten dineros que por sus enormes montos ofenden a sus electores, que se centren en la difusión de sus ideas y poco a poco irán recuperando la confianza de la ciudadanía. El problema no es solo que la política sea rehén de las empresas, sino principalmente que sea rehén de la publicidad.
Para algunos ha sido tentador pensar que con plata se compra todo, pero hay algo que se opone a esta idea y que siempre ha resultado finalmente verdadero: la conciencia no se compra ni se vende, y la libertad ciudadana, que por largo tiempo pareciera estar dormida, al final se despierta y sabe borrar con la fuerza de un ventarrón, todo lo que se ha ido construyendo sobre bases ilusorias.