La pregunta por el sentido del poder puede entenderse de diversas maneras, el punto está en qué vamos a entender por ese sentido y el modo en que se concretará en el espacio público; ya sea a través de las instituciones, la legislación y/o los más variados aspectos propios de la gobernanza.
En Chile, una de estas significaciones, se dio en el primer mandato de la presidenta Bachelet; en los primeros días de su gobierno muchas mujeres compraban bandas presidenciales en la calle para fotografiarse y posar con ellas, incluso una conocida actriz nacional señalaba emocionada que Chile ya no tenía patria sino matria. En la ciudadanía quedó la impresión que fue un momento de inflexión en el modo de ejercer el poder, más allá del hecho evidente de tener por primera vez a una mujer en la presidencia de la nación.
Esta nueva forma y estilo presidencial, desde el primer momento, llamó la atención de los analistas políticos y logró acuñarse en la prensa y en la opinión pública una particular denominación: la cariñocracia. Una especie de versión acogedora y maternal del poder que los estudios de opinión sintetizaron en la ecuación “confianza y cercanía”, como principales características de la presidenta.
Esta situación implicó revelar el carácter masculino que hasta ese momento había tenido el régimen político en Chile, no sólo porque había sido ejercido exclusivamente por hombres, sino por una particular insistencia en las instituciones como ejes imparciales y soporte del poder del Estado, algo que su antecesor, el presidente Ricardo Lagos -a propósito del jarrón perdido-, había reforzado especialmente al defender el concepto de que las instituciones funcionen.
La gracia de Bachelet es que a los ojos de la opinión pública lograba situarse un poco más allá de este institucionalismo mecánico -el que robaba el jarrón, lo devolvía-, con un calor maternal tranquilizador y lejano de la contingencia y sus vicisitudes, cuestión que explica a su vez la enorme aprobación de su persona al finalizar el primer mandato, en abierto contraste con la pésima evaluación de sus ministros y los partidos políticos gobernantes. Todo esto acompañado, por cierto, de una cuidadosa estrategia comunicacional basada en el silencio y la intervención quirúrgica en cada una de sus apariciones, que dejó preparado su segundo periodo presidencial a partir de 2014.
No fue el caso Penta el que lo cambió todo, fue el caso Caval, porque Bachelet no pudo mantener esta lejanía y, de un momento a otro, se vio expuesta a la contingencia como nunca lo había estado, desestabilizándose el sentido del poder que ella representaba. Esto alarmó profundamente a toda la clase política, porque previeron orientaciones que eventualmente no podrían controlar: el populismo, el caudillismo, otra dictadura o bien una asamblea constituyente.
Si bien, fue la derecha la que en principio sacó sus dividendos políticos jugando al empate, tal como una caja de Pandora, no esperaban que las consecuencias llegaran tan lejos, porque ellos también lograban un espacio de legitimidad dentro de esa significación.
Bachelet ya no podrá jamás recuperar la “confianza y cercanía”, eso se ha perdido irremediablemente desde el momento que fue más madre sanguínea que madre política, por ello apela al último y más clásico resorte que ha sustentado el poder político en Chile: el institucionalismo. Con ello llega el fin de su época, y con eso la reinstalación de mecanismos e imparcialidades que en su imagen pública no se apreciaban. Ahora sólo será administración y una agenda política deslavada, con propuestas anti-todo que ya nadie cree.
Hace unos años todos reímos con ella cuando en el estadio Germán Becker de Temuco chutó la pelota y su zapato voló por los aires. Hoy reiríamos de ella y sería la imagen perfecta del fiasco de su gobierno y toda la clase política.
Quizá si hubiese reprendido a su hijo haciendo que devolviera el jarrón, su perfil de matriarca hubiera salido fortalecido y habría convencido a muchos que su imagen mariana estaba justificada, incluyéndome.
Sin embargo, sólo queda ver si -despojada de su aura maternal- aparece la estadista, la que poco se ha visto y logra resignificar el poder de un modo más equilibrado y realista: cariñocracia con instituciones.
De lo contrario pasará a la historia como la primera mujer presidente de Chile, nada más, disociando por mucho tiempo la política y el género y haciendo insignificante otras versiones menos “mecánicas” -masculinas- del poder, es decir, que con esto está en juego una de las pocas posibilidades que como nación hemos tenido para zafar de un mero racionalismo instrumental.