Se ha producido en estos días un cambio de giro en la conducción del país. Después de varias semanas en las que el debate político estaba centrado en la denuncia y repudio de actos de corrupción y que, estando incluso dentro de la legalidad, generaron el rechazo de una ciudadanía asombrada con la cantidad de dinero que pasaba de mano en mano en la oscuridad de la clandestinidad, la Presidenta Bachelet ha logrado recuperar la conducción de la agenda con una cadena nacional en la que esbozó un conjunto de medidas para establecer una clara diferencia entre el dinero y la política, erradicar prácticas ajenas a la ética que ni siquiera estaban en debate y promover una mayor consciencia moral entre las personas.
Además, como corolario, anunció para septiembre el inicio de un proceso de consultas ciudadanas que deberá concluir en una nueva Constitución. Este anuncio en particular es especialmente interesante ya que, si bien el debate político y los comentarios en las redes sociales se han enfocado en el procedimiento para llegar a este resultado y la vigencia de una eventual Asamblea Constituyente, es bien poco lo que se ha dicho sobre las definiciones de fondo que se deben tomar al respecto.
Hay acuerdo en que, a pesar de todas las reformas, la actual Constitución tiene un origen ilegítimo, al haber sido impuesta por una dictadura con un plebiscito fraudulento y sin participación de toda la ciudadanía en su redacción.
Hay acuerdo también en que una Constitución es la que proporciona el contexto al ordenamiento legal e institucional de un país. Una Constitución es, como se dice hoy en día, la “carta de navegación” para el desarrollo de una nación.
Si vamos a navegar entonces en otra dirección -porque si se la va a reemplazar resulta evidente que hay un cambio en la dirección que llevábamos- es esencial preguntarse entonces cuál será esa nueva dirección. Es por eso que resulta importante que nos preguntemos para qué queremos esa nueva Constitución.
La contienda política en el último medio siglo de historia nacional ha estado centrada en la definición del modelo económico más apropiado para el país. Desde el comunitarismo al mercado, pasando por el experimento socialista de la Unidad Popular, se ha asumido sin mayor convicción que Chile se desarrollaría mejor con el liberalismo, pero al mismo tiempo se cuestionan las limitaciones de esta fórmula para una mejor distribución de la riqueza y asegurar reales oportunidades de desarrollo para todas las personas, dejando de lado los promedios que significan que si algunos están muy bien entonces, al mismo tiempo, hay muchos que están mal.
Promover una nueva Constitución es entonces una excelente oportunidad para definir de una vez por todas este asunto, porque la indefinición coarta nuestro desarrollo como nación y nos mantiene entrampados en discusiones que nunca zanjan las decisiones importantes.Los países que han logrado un acuerdo sobre su estrategia de desarrollo han registrado éxitos notables y uno de los síntomas del subdesarrollo es la incapacidad para lograr este tipo de consensos.
Debe aceptarse que esta estrategia tiene que contar con un amplio acuerdo. Una Constitución no es un asunto que pueda ser impuesto con mayorías políticas ocasionales, y menos en un país en el que vota menos de la mitad de las personas habilitadas para hacerlo.
Por otro lado, si hay mayorías claras para reclamar sobre ciertos abusos y la inexistencia de algunas libertades, eso tiene que recogerse en el texto constitucional que se proponga, y los partidos tienen que contribuir a recoger el sentir ciudadano, organizarlo con un sentido de largo plazo y aportar a las soluciones antes que los problemas les pasen por encima.
Tiene que atenderse que en todo el mundo se está produciendo un cambio respecto del sistema de democracia representativa que lleva en funciones poco más de dos siglos.
Este también es un desafío que debería recogerse en una nueva Carta Fundamental o pronto comenzaremos con un largo desfile de reformas para adecuarla a la realidad y sus exigencias.