Ha sido un inicio de año de actividades, como dicen los jóvenes, “de terror”; un marzo –abril que la historia política chilena pos-dictadura recordará como uno de los más angustiosos y en que la democracia, aún en perfeccionamiento, ha experimentado su vértigo más delirante.
Paralelamente, el sufrimiento y drama de nuestra gente del Norte, en una suerte de ironía y paradoja, pareciera ” humanizar” todo este panorama, recordándonos que hombres y mujeres estamos sometidos permanentemente al radical interrogante del porqué del sufrimiento y a la búsqueda del sentido de lo racionalmente incomprensible.
La tríada Penta-Caval-Soquimich, ha terminado en un efecto combustión cuyas múltiples esquirlas han herido el alma de nuestra actual democracia y nos han impelido, a todos sin excepción, a una profunda reflexión.
Las instancias correspondientes establecerán lo que ha sido o no una transgresión a tales y cuales normas, así como las consecuencias e implicancias de las mismas.
Es cierto que han surgido severos condicionantes para re-dinamizar la gestión gubernamental, respirándose en el aire un fantasmagórico inmovilismo político. Aún más, algunos ven en las actuales circunstancias una ocasión propicia para conservar su status quo y evitar que otros cambios tengan lugar en el país, lo que los lleva a plantear como “salida para retomar el equilibrio”,que el gobierno y sus pares políticos opten por una mera administración de lo existente, abandonando el reimpulsar las imprescindibles transformaciones exigidas por la gran mayoría de los chilenos y por las cuales numerosos actores de nuestra sociedad se movilizaron en el transcurso de la última década.
Los partidarios de esta tesis, junto con intentar mantener sus privilegios, olvidan que una decisión de este tipo, aunque aparentemente más fácil, constituye una incoherencia en relación a los compromisos adquiridos, a la vez que tiene un efecto claramente más provocador y generador de incertidumbre. Es decir, se desconoce y olvida que en el país hay una tensión ya comprobada entre la realidad institucional (y socio-cultural) y el sentir de la ciudadanía. El que esta contradicción pudiera escalar aún más, podría conducirnos a agudizar conflictos con consecuencias no menores.
Es dentro de este marco y a propósito de las variables que configuran lo esencial del problema, que me atrevo a afirmar, respetuosamente, que lo que no puede suceder es que la primera autoridad del país, nuestra Presidenta, se desafecte de su programa de gobierno, dude de sus convicciones sobre lo esencial de seguir adelante con las transformaciones necesarias para una mayor justicia social y no sienta como motivación fundamental para ello las reformas ya aprobadas, cuyos resultados positivos, contra los apocalípticos de siempre, solamente se verán más adelante cuando ellas entren en funcionamiento.
Toda crisis siempre conlleva una amenaza que afecta a algo que hasta entonces se estimaba imperturbable y sólido, resultado de lo cual siempre es imprescindible visualizar una posibilidad de restauración, normalmente en torno a nuevas condiciones y circunstancias.
Asimismo, el liderazgo es una construcción social en permanente actualización, esto es, las características y atributos personales que potencian al líder se hacen realidad y se concretan siempre dentro de determinadas condiciones socio-políticas y culturales.
Es el momento que la Presidenta haga la sinergia de estos dos elementos y se catapulte nuevamente hacia la líder que el país requiere y, a partir de sus talentos personales, haga carne eso de que en tiempos de pesar y desplome colectivo, en tiempos decisivos de la existencia personal y societal, es necesario dirigirse hacia adelante con una actitud de sereno optimismo.
Ella debe re-invitarnos y re-motivarnos para salir del neblinoso atajo en que nos encontramos, centrándonos en la dirección propuesta y legitimada categóricamente en la elección presidencial de hace algo más de un año.