En Chile-desde hace ya algunos años- que está instalado como parte de nuestro vocabulario político la expresión poderes fácticos, usándose en diferentes contextos y situaciones, denotando, por lo mismo, una dimensión concreta de nuestra vida política.
Pero lo interesante de esto, es reflexionar sobre lo que se quiere decir con estas palabras. Da la impresión de que se usa para indicar un grupo o una situación determinada como una mera constatación o, en un uso conceptual, como si indicara un tipo de poder que por estar formalmente fuera de las instituciones del Estado -pero influyendo en ellas-, se instituye de hecho y no de derecho en el espacio público.
De ahí también el origen de la expresión, como un contraste entre el de factum de este poder y el poder de iure del Estado. En el fondo la diferencia de ambos usos es que el primero se desplaza más en el plano de la opinión pública y la indicación de esos hechos, mientras que el segundo se desplaza en un plano más formal y conceptual, como definición o sustento de aquello que se constata en el primer nivel.
Sin embargo, esta expresión lentamente ha comenzado a desplazarse a otra significación, no necesariamente excluyente de las anteriores, pero sí profundamente peligrosa. Es otra posibilidad expresiva que se deriva de ella misma, pero que se afinca en un plano práctico de mucha mayor relevancia que la mera constatación y la definición conceptual; me refiero a la idea de que los poderes fácticos son un hecho dado y, como tales, inevitables, naturales y permanente.
Por lo mismo urge la clarificación y diferenciación, porque a nivel de la opinión pública podemos constatar que esos poderes existen, podemos discutir a nivel académico y conceptual su configuración a la sombra del Estado, pero otra cosa es permitir que se transformen en una realidad imposible de soslayar.
Este rechazo es el que podemos encontrar de modo generalizado en la opinión pública, en la prensa, en las columnas de opinión y en los diferentes medios de comunicación. Sin embargo, hay una cierta parcelación crítica que juega en contra de esta contención y que se refleja muy bien en la idea de “aristas”, ya sea política, económica, jurídica, incluso académica y ética.
Porque no se trata de negar que dichas aristas existan, sino que de llamar la atención en el perjuicio que implica para el debate público y los consecuentes dispositivos institucionales que deberían levantarse para evitar dicha resignificación, perder de vista la globalidad o visibilizarlos como pocas veces en los últimos 25 años.
Quizá el único intento de ordenar y comprender de modo más orgánico todo lo que hemos estado conociendo en los últimos meses, es una referencia común a la ética como telón de fondo de todos estos asuntos. Sin embargo, es un modo de pensar que implica una clara gradación y consecuente subordinación de las “aristas”, que en su caso más lírico incluso llevó a alguien a plantear la pregunta si “sólo una ética podrá salvarnos”, en evidente referencia a un filósofo alemán.
El hecho, es que la ética no salva a nadie por sí sola, ni emanará de ella, como una fuente de verdades, las directrices o principios necesarios para contener la resignificación de los poderes fácticos. Más bien, se necesita un abordaje multidisciplinario, multiestamental, “multi” en todas las facetas posibles, para un problema “complejo”, en todo el sentido de la palabra, y del que hasta ahora sólo conocemos algunas de sus facetas, pero que no exime a ninguno de nosotros y lo que podamos aportar.
¿Bachelet o los de siempre serán capaces de liderar este proceso? Difícil. Lo que está claro es que, si llega a consolidarse esta resignificación, entonces ya estará todo perdido y el Estado de Derecho será nada más que una sombra de los poderes fácticos. Quizá el asunto en juego es nuestra constitución como país, no ésa que debe ser cambiada, sino un modo de ser-país que históricamente ha vivido el drama de su fragilidad.