La sabiduría popular ya ha reconocido que “los cuidados del sacristán matan al señor cura”, y ha agregado como definición de aquellos guardianes voluntarios de la autoridad el calificativo de “más papista que el Papa”. Hoy estamos viendo el surgimiento de estos personajes secundarios cuya única función parece ser proteger a los protagonistas.
Podría considerarse curioso que estas dos expresiones tengan su origen en aspectos de la iglesia, pero se entiende cuando se considera que el afán del escudero por defender la honra de su señor, o del fan por cuidar el prestigio de su héroe tiene mucho de idolatría, una idolatría que, como todas, no es racional sino emocional, casi religiosa.
Algo de eso está ocurriendo en el país, a propósito de los escándalos políticos que se han tomado el verano. Mientras algunas figuras de uno y otro sector aparecen cuestionadas ante los ojos de la opinión pública por la comisión de delitos o lo que, hasta ahora, aparece como faltas a la ética, florecen también militantes y simpatizantes que tratan de dar explicaciones tendientes a suavizar las responsabilidades o, al menos, a buscar un empate que ayude a evitar las sanciones públicas y judiciales.
Lo de afirmar que lo ocurrido no es tan grave porque lo hacen todos es lo mismo que hace el sacristán que, por cuidar en exceso al cura, lo termina matando porque el cura, o dicho directamente para lo que nos interesa en este momento, el personaje que hay que proteger, no es el político sorprendido sino la política, y por defender a uno se daña a la otra.
Las personas pasan y las instituciones quedan, se suele decir. Eso significa que es el ejercicio del gobierno y la función de representación de la ciudadanía y encarnación de determinados propósitos fundados en ideologías determinadas los que se debe cautelar.
Los individuos que fallan en el cumplimiento de este rol son, pueden y deben ser apartados para que la actividad siga siendo prestigiosa ante los ojos de la opinión pública. Cualquiera comparte una afirmación como esta, que es políticamente correcta, pero cuando se le pone rostro y nombre a quien merece ser apartado, las definiciones valóricas tienden a flexibilizarse.
Cuando los sacristanes -escuderos, fans, admiradores- tratan de dar explicaciones que resultan increíbles ante los ojos del sentido común del público, el mensaje que se está enviando en realidad es que los fines justifican los medios, que la ética y la ley pueden ser postergadas en nombre de los objetivos y que estos propósitos colectivos pueden ser personales, tan personales que pueden llegar a oponerse a los objetivos sociales.
Naturalmente esas interpretaciones -que resultan plenamente legítimas y previsibles desde el punto de vista de quienes no comparten la adhesión a las figuras cuestionadas- no forman parte de las intenciones de la línea de defensa, que sólo aspira a que sus líderes resulten indemnes frente a los embates provocados por su propia responsabilidad. Pero no se dan cuenta porque están cegados por una devoción irracional que les impide darse cuenta de los errores y de las consecuencias de su defensa.
Otro elemento que hay que tener en cuenta es que, en el transcurso de la batalla, es el caballero el que combate y no su escudero; el cura es el que predica y no el sacristán, es el artista el que se sube al escenario a exponer su arte, y la fanaticada permanece lejos de las luces.La responsabilidad es del protagonista. Los personajes secundarios sirven como complemento, para dar el pie a sus monólogos pero no lo pueden reemplazar.
Cuando el protagonista no ejerce por sí mismo su defensa frente a los ataques, algo deja de funcionar. En el caso de la política, los actores principales tienen que responder a la confianza que la ciudadanía ha depositado en ellos a través de las elecciones.
Si no entregan buenas explicaciones, esa confianza se resquebraja y se retira la delegación del poder en la próxima elección. El problema es cuando todos los actores políticos sufren la pérdida de su credibilidad, porque eso abre espacio para los especuladores y los demagogos.