La mente humana es muy compleja. Recuerdo que hace muchos años atrás, siendo estudiante de educación primaria, soñé que Chile era una plataforma que se elevaba por sobre el mapa y al igual que una alfombra mágica, volaba con la dirección que yo le daba. Hoy ya siendo un hombre maduro, tuve el mismo sueño (quizá los motivos eran los mismos o lo que yo había comido tenía el mismo sabor, o que el brazo me quedó pegado a la cara o…) pero con una diferencia notable. Esta alfombra estaba hoy llena de personas, todas liliputienses, desde mi especial mirada onírica.
La alfombra, es decir el Chile de hoy, estaba plagado de seres humanos de muy distintas formas de ser y de vivir. Unos, felices por la vida, en sus grandes camionetas 4 x 4 miraban hacia sus alrededores, sin fijarse que la alfombra tenía límites, después de los cuales venía el precipicio de las alturas. Algo parecido a lo que pensaban muchos antes de que Cristóbal, nuestro apreciado Cristóbal, descubriera estas Américas cobijadas en ese entonces por la mano de Dios, aun sin altas poluciones de distinto tipo provenientes de no se sabe que fuentes, sin malandrines Penta- gruelicos, con una justicia tradicional y rápida, certera y precisa.
Otros, más parecidos a los épsilon de las películas de ciencia ficción, corriendo de un lado a otro, tratando de pagar sus exiguas deudas de un querer vivir mejor, con las comodidades e innovaciones trasmitidas por los medios de comunicación y las nuevas tecnologías y no por los suaves tam tam de los tambores o humos que nos comunicaban la llegada de un barco, la explosión de un volcán o el nacimiento de un nuevo hijo de sus pueblos. Todo, sin duda era más calmo, más armónico, mas partícipe de la vida natural, siguiendo el ritmo del tiempo, ese viejo tiempo de las costumbres ancestrales, trasmitidas de generación en generación.
Por supuesto, nada que ver con los rostros alterados de aquellos que manejan hoy día los 4 x 4, ellos más altaneros, más machos o hembras, más prepotentes por sus nuevas adquisiciones, cada vez más lejanas a la natura inicial, (aunque la buscan en sus inconscientes mediante los mantras, el yoga, y las nuevas adquisiciones del mundo oriental, el tarot u otras supercherías), alejándose de la muchedumbre a veces mal oliente y deprimidas por su trabajo físico o el esfuerzo diario, condenadas a vivir horas y horas arriba de un transporte colectivo (como se dice de manera elegante a las latas de sardinas).
Nada que ver con el escuchar el canto de los pájaros, el latido del corazón de mi perro, o el runrunear de mi gato. Nada que ver con el latido de mi corazón, de mis pulsiones básicas, de mis estados de ánimo, de mis proyectos de transcendencia.
Ese Chile, volador, unitario y rico en sus capacidades de ser manejado, orientado a buenos rumbos, hoy se ha perdido entre tanta desigualdad, tanta estúpida televisión, tan pésima y lastimosa educación. Pero por sobre todo, se ha perdido porque algunos potentes han creado el mito del progreso sin retorno, el progreso de la vida feliz teniendo más y no siendo más.
Perdido porque hoy ya no queremos ser personas, como decía E. Mounier, “un universo, único e irrepetible, con su eminente dignidad” que tiende a ser cada día más ser y no necesariamente más hacer, mas tener o más hablar. Y de eso estamos convencidos.
Queremos el automóvil de último modelo y mientras más caro mejor, pues con ello demostramos poder; no queremos el silencio, pues nos asusta, nos lleva a los laberintos de la soledad; no ambicionamos asomarnos a nosotros mismos, pues nos encontraremos con los fantasmas heredados y enredados en nuestros propios pasajes interiores; mejor respirar y olvidar, olvidar para seguir respirando. No vaya a ser que un golpe de oxígeno y espiritualidad nos haga ahogarnos en nuestra propia existencia.
Aspiramos a la ciencia ficción, a los ídolos inventados por los estadounidenses (que son especiales en crear ídolos, que después se convierten en sus propios enemigos); queremos la cultura de la chela, donde nos podemos olvidar nuevamente con el alcohol que sólo somos individuos en una alfombra que vuela, hoy, sin destino ni orientación.
Chile se pierde entre los que han aprendido a ser ladronzuelos, pues los ladrones siempre han existido y son fáciles de ubicar, y aquellos que no tienen la justicia a su lado, que los ampare. Un robo Penta es lo mismo que un robo a una gasolinera. Pronto quedarán libres, por dinero, por influencias, por falta de fuerza de los jueces para aplicar rigurosamente la justicia, que en gran medida está en sus manos y no solo en las leyes que les sirven para esconderse de su labor no cumplida.
Por eso, a veces pienso que a través de tantas contradicciones que uno puede observar, podemos afirmar que Chile hoy se ha convertido en un país sin límites, los chilenos y chilenas no los tienen y difícilmente una reforma laboral, educacional u otra, podrán solucionar este descarrilamiento, si es que las nuevas generaciones no son capaces de recrear en sí mismas líderes democráticos de verdad.
De ahí también la importancia que hoy tenemos las generaciones adultas de liberarnos de nuestras propias cadenas, para ser ejemplo, aunque fantasmales, de lo que deben ser los líderes liberadores del futuro, para evitar que ellos se apoltronen en sus suaves y mullidos asientos del poder vigente.