La idea de elaborar una nueva Constitución ha vuelto a ser puesta en el tapete de la contingencia, aunque con la restricción de iniciar un debate el próximo año para, después de eso, tomar decisiones.
Justo en momentos en que algunas encuestas muestran un descenso en el respaldo ciudadano a la Presidenta y al Gobierno, cuando desde las propias filas de la Nueva Mayoría se cuestiona la cantidad y profundidad de las reformas en las que se ha empeñado la actual administración se hace un anuncio que, sin duda, es una apuesta arriesgada.
Proponer un debate que se anticipa como intenso puede servir para aglutinar las fuerzas transformadoras de la sociedad detrás de la figura de la Presidenta, pero también es posible que, así como ha ocurrido con la reforma educacional, se comience a cuestionar el sentido y la profundidad de los cambios que significan una nueva Constitución, y que ello dilate la adopción de decisiones hasta que, simplemente, el asunto quede postergado para el siguiente período presidencial, oportunidad en la que se podría volver a levantar como bandera la promesa del reemplazo de la Constitución.
Es interesante analizar cómo se perfilará el debate constitucional en este período, con una situación política muy distinta a la que existía cuando se preparó el programa de Gobierno de la actual Presidenta. Ya no estamos en un momento de respaldo ciudadano avasallador y las trabas que han tenido las reformas impulsadas hasta ahora han arrojado un manto de escepticismo, por un lado, mientras que por otra parte se ha intensificado el compromiso de quienes buscan cambios de verdad profundos, incluso arriesgando la unidad del pacto oficialista.
En esas condiciones, proponer un debate sobre la Constitución, sin mayores precisiones respecto a su orientación, su ritmo ni los métodos que se emplearán para su aprobación, permite suponer que se reeditarán las polémicas acerca de su necesidad y la orientación que debería tener una nueva Carta Fundamental.
Dentro de la propia Nueva Mayoría hay quienes sostienen que bastaría con reformar el actual texto en aspectos como los quórum para la aprobación de las leyes, algunas definiciones doctrinales y el rol del Tribunal Constitucional. Otros, como contrapartida, esperan una redacción que eleve a un rango inmodificable algunas precisiones respecto al ordenamiento político, económico y social.
También están quienes proponen aprovechar la oportunidad para dar un paso cualitativo, y ya que se anticipa la pronta sustitución de la democracia representativa por un modelo que se ha venido llamando como democracia participativa, hacer los ajustes desde la perspectiva de largo plazo y establecer una guía que permanezca inmutable por mucho tiempo.
¿Se debe incluir, por ejemplo, en el texto constitucional, la definición de familia, la de persona, la de la economía, o la Constitución sólo debe ser un marco a partir del cual se deriven las leyes que sí tienen que fijar la convivencia social, los derechos y deberes? No es fácil consolidar acuerdos, y menos si se espera que participen millones de personas que, en la mayoría de los casos, actúan más orientados por emociones que por razones. ¿Cuántos han leído la actual Constitución?
Las propuestas van a colisionar también cuando se trate de definir cómo se elabora una nueva Constitución. ¿El actual Congreso, una Asamblea Constituyente, una propuesta del Ejecutivo plebiscitada? Las opciones son muchas y va a ser difícil un acuerdo incuestionable que refleje lo mejor para el país, sin apasionamientos ni discursos simplistas.
En definitiva, es más fácil caer en una discusión mediática que lograr una conversación seria y racional, y eso demuestra al final la madurez de un país que aspira a consensuar reglas permanentes, como los países considerados avanzados desde un punto de vista institucional, pero que no es capaz de separar la paja del trigo.