Sin nuevo poder constituyente no puede haber nueva Constitución.
Los que obvian ese “pequeño detalle” enmarañan el nacimiento del nuevo orden que, en este campo sí, debe dejar atrás al viejo orden antidemocrático. Están fumando opio.
Los que plantean una asamblea constituyente integrada sólo por quienes son partidarios de una nueva constitución, como si tuvieran poder militar, medial y político para ello, también fuman y del bueno.
La Constitución conservadora de 1833 surgió del nuevo poder constituyente portaliano triunfante después de la derrota liberal en el campo de batalla de Lircay y el triunfo político del presidente José Joaquín Prieto, general triunfador. Las derrotadas fuerzas armadas liberales perdieron en Lircay al 30 por ciento de sus hombres y a importantes oficiales. Más de la mitad quedaron heridos.
La Constitución presidencialista y liberal de 1925 surgió del poder constituyente y el plebiscito llamado por el Presidente Arturo Alessandri luego que fue reinstalado en el gobierno por un sector mayoritario de las Fuerzas Armadas.
La Constitución neofascista de 1980 surgió de la consolidación de la dictadura cívico-militar de derecha y fue votada sin registros electorales y apoderados, bajo las normas dictatoriales de Pinochet. Es democráticamente ilegítima.
La nueva Constitución, prometida al país y apoyada por éste, no sólo deberá ser una norma general profundamente democrática (como corresponde a un Estado en vías de democratización desde 1990; el próximo año se cumplirán 15 años de ese proceso) sino que una Constitución que nazca de un nuevo poder constituyente, un poder constituyente democrático, elegido por la ciudadanía en elecciones proporcionales. Tendrán derecho a voto todas y todos los mayores de edad.
El actual Congreso Nacional ha sido electo por un sistema electoral no democrático (la mayoría no gana sino que empata y no hay tercera fuerza), reconocido como tal por la mayoría de los senadores y diputados, que es partidaria del fin del sistema binominal, y por tanto el actual Congreso Nacional no puede ser el poder constituyente de la Nueva Constitución. Sería un contrasentido gigantesco.
La Presidenta Bachelet tiene el mandato de dejar atrás la constitución de Pinochet y de establecer una nueva Constitución. Negociar una reforma a la constitución entre quienes dicen querer cambiarla y quienes entienden como legítima y positiva la constitución de Pinochet, en el seno del actual Congreso, es lisa y llanamente antidemocrático. Contraviene el resultado de las elecciones presidenciales y congresistas de 2013.
Se camina, entonces, hacia el siguiente consenso: el nuevo poder constituyente podría ser el electo en 2017, junto con el nuevo o la nueva Presidente de la República. ¿Cómo? Dándole a la Cámara de Diputados, a elegir ese año, el carácter de asamblea constituyente. Antes de esa fecha, por cierto, será necesario haber aprobado un nuevo sistema electoral proporcional en reemplazo del binominal establecido en 1989 por la dictadura, después de su derrota de 1988.
No hay argumentos para restarse de un poder constituyente así electo. Todos tendrán derecho a participar. Sólo se necesitarán votos.
Ese poder constituyente podrá tener, como corresponde, sus comisiones participativas de expertos en derecho constitucional y representantes regionales y sociales.
Luego su propuesta de nueva Constitución, incluso con alternativas, debería ser aprobada en plebiscito, por la ciudadanía, que ya habría elegido el poder constituyente.
Puede ser ésa la Constitución Democrática de 2018. Hacia allá hay que caminar desde 2015.
La ciudadanía, a principios del siglo 21, reemplazaría así a los diversos tipos de fuerzas armadas que el país ha tenido en los siglos 19 y 20, en un ejemplo de civismo.
¡Que no se apuren los sabios que hoy proponen constituir en el actual senado, elegido por el binominal, una “Comisión Constitucional” (!) para avanzar en “acuerdos sobre las reformas o la nueva constitución”! La cosa votada en la última elección presidencial es mucho más seria y, evidentemente, a ella no se le puede hacer maraña.