El gobierno pagará un alto costo si no reconoce las dificultades que son consecuencia de sus propios errores. Partió con un diagnóstico discutible sobre la situación nacional que se sintetizaba en la sugestión de que Chile requería un cambio de rumbos respecto de lo hecho en los últimos 25 años. Ello se expresó en un programa sobreabundante, que fue presentado como nuevo paradigma progresista, y cuyos pilares eran las reformas tributaria, educacional y constitucional. Solo sobre la primera había algo más que un enunciado al comenzar la gestión del gobierno.
Aunque es ampliamente compartido el objetivo de crear condiciones de mayor justicia social y asegurar el acceso de todos a los bienes públicos, se ha demostrado que ello no puede disociarse de la marcha global de la economía, en particular de la inversión, el crecimiento y el empleo, todo lo cual se vincula con los incentivos a la actividad productiva, el papel dinamizador que juegue el Estado y, naturalmente, lo que suceda en la economía mundial.
Si caen las expectativas, ello repercute directamente en las decisiones de inversión, la contratación de trabajadores, el consumo, etc.
Se ha demostrado también que, con las mejores intenciones, se pueden propiciar políticas públicas mal concebidas y hasta contraproducentes para los propósitos de inclusión y justicia. No solo eso: los afanes igualitaristas pueden dañar la perspectiva de combatir eficazmente la desigualdad, que es lo que sucede cuando se iguala hacia abajo.
¿Qué habría pasado si el proyecto original de reforma tributaria, que la mayoría de la Cámara de Diputados aprobó con disciplina casi militar, se hubiera convertido en ley? Pues, que el país habría enfrentado graves desequilibrios económicos y agudos problemas sociales.
El Senado mejoró las cosas, pero ningún economista está en condiciones de anticipar cuál será el rendimiento efectivo de la reforma tributaria en un contexto caracterizado hoy por el bajo crecimiento, la contracción de la inversión, el descenso del consumo, y el extendido temor al aumento del desempleo y la inflación.
Óscar Guillermo Garretón envió la semana pasada un documento a un seminario de su partido, el PS, en el que llamó la atención sobre “la franca ruptura de confianzas entre el gobierno, la Nueva Mayoría y el mundo empresarial, tanto grande como mediano y pequeño. El empresariado honesto de todo tamaño, ajeno a abusos, se siente sistemáticamente incomprendido, hostilizado y despreciado en su rol social por el gobierno y su coalición. Lo devastador de esta ruptura es que el Estado no es capaz de sustituirlo en su rol”.
Con acopio de antecedentes, Garretón alertó sobre los riesgos económicos, sociales y políticos que enfrenta el país si el gobierno no favorece un ambiente de cooperación con el sector privado, lo que exige reducir los factores de incertidumbre. Dijo que no basta con aplaudir las reformas, sino advertir sobre los errores y ayudar a que sean enmendados. Se trata de un planteamiento constructivo, hecho con sentido nacional, y es de esperar que el PS y el gobierno se muestren receptivos.
¿Cuál es el origen de los problemas? La ausencia de una visión compartida por el conglomerado de gobierno acerca de cómo entender el progreso del país. Lo concreto es que un sector cree que se necesitan políticas más bien estatistas, dirigidas a coaccionar al empresariado y a desmontar lo que llaman “el neoliberalismo”, mientras que otro sector, defensor del legado de los gobiernos concertacionistas, es partidario de potenciar al mismo tiempo las políticas pro-mercado y pro-solidaridad, sintetizadas en la fórmula del crecimiento con equidad.
Chile nunca estuvo tan cerca de dar el salto al desarrollo, pero si hace mal las cosas y se equivoca de ruta, puede frustrar tal perspectiva. Los errores de conducción pueden llevarlo a caer en “la trampa del ingreso medio” en la que han caído otros países. En suma, quedarse marcando el paso de la mediocridad.
El sábado 25 marcharon por la Alameda más de 30 mil padres y apoderados que sienten enorme inquietud por la suerte de los colegios subvencionados en que estudian sus hijos.
¿Puede La Moneda taparse los ojos frente a esa realidad y conformarse con decir que la Cámara aprobó un “proyecto de inclusión educacional”? Si el Senado no introduce modificaciones sustanciales a ese proyecto, las consecuencias pueden ser desastrosas. Lo primero es evitar el cierre de colegios, y para ello corresponde buscar fórmulas que incentiven la permanencia de los sostenedores particulares en el sistema. Es obvio que no se les puede ofrecer que se conviertan en empleados del Estado.
El gobierno tiene que acotar su agenda. No puede seguir agregando motivos de desconfianza. Es preferible que haga menos cosas, pero que las haga bien. Ello supone actuar con modestia y dejar a un lado el discurso épico. Los ciudadanos valorarán que la Presidenta y sus ministros actúen con sentido de las proporciones, reconozcan que hay dificultades y aseguren un curso de acción coherente en el tiempo que queda.
Es mejor que no gaste energías en asuntos de dudosa utilidad, por ejemplo las “consultas ciudadanas” sobre una nueva Constitución, que en rigor son reuniones de militantes de los partidos oficialistas y funcionarios de las intendencias.¿Para qué sirve todo eso? No hay tiempo para el ilusionismo.
Todo será más complicado para La Moneda si en el bloque oficialista se impone un estilo sectario, de maltrato a los discrepantes. Si el gobierno no quiere seguir cayendo en las encuestas, debe transmitir confianza a la población, estimular la inversión y el emprendimiento, favorecer el diálogo democrático y los grandes acuerdos.