El caso Penta ha abierto una vez más la herida de desconfianza que aqueja a nuestra sociedad, en la cual políticos, parlamentarios y empresas se están llevando las notas más bajas por parte de la ciudadanía.
Las repercusiones públicas de la denuncia interpuesta por el Servicio de Impuestos Internos por infracciones tributarias en contra de los socios del grupo Penta fue tema de una encuesta realizada recientemente por Radio Cooperativa, Imaginacción y la Universidad Central. Sus resultados son reveladores: un 73,5 por ciento de los sondeados no está de acuerdo con que las empresas donen dinero a candidatos para sus campañas políticas, mientras que un 82,4 por ciento cree que el Estado no debe financiarlos y cada partido debe resolver cómo financia sus actividades.
Confluyen estas opiniones en un dilema complejo. Es claro que el ámbito cuestionado es la influencia de las empresas sobre decisiones políticas y regulatorias. Pero la solución que se desprende del sentir mayoritario de los encuestados – de no disponer de fondos públicos para estas actividades – deja abierta la puerta a espacios de influencia mucho más opacos y desregulados.
A riesgo de impopularidad, me atrevo a decir que “la calle” en este caso se expresa más desde las vísceras y su desconfianza aprendida que de una racionalidad constructiva.
El financiamiento a los partidos políticos se justificaría desde la mirada de la RSE como un aporte de las empresas al fortalecimiento de la democracia en la sociedad que las acoge, en una mirada de largo plazo.
En esta perspectiva, probablemente ingenua para muchos, el aporte financiero debería apuntar fundamentalmente a partidos y no a candidatos. Y aun más, el financiamiento de cada empresa debiera beneficiar a todo el espectro de partidos legalmente constituidos, bajo la certeza de que lo importante es la representatividad ciudadana en un sistema con instituciones sólidas. Esto permitiría despejar la sospecha de que “el poder del dinero” intenta influir en decisiones políticas contingentes de corto plazo, pensando en su beneficio particular.
En Estados Unidos, país donde los electores votan más por candidatos que por partidos, la contribución de empresas y personas constituye una de las principales fuentes de financiamiento, por lo cual existe un sistema de transparencia activa muy exigente, que permite la fiscalización ciudadana del origen de los fondos y sus destinatarios mediante sistemas electrónicos que operan antes, durante y después de las elecciones.
En el Reino Unido, el financiamiento público es bajo, pero las contribuciones privadas y el gasto quedan bajo un estricto escrutinio. El financiamiento público de las campañas políticas ha sido la opción de Alemania, Canadá y Nueva Zelandia, países donde el sistema político se sustenta en los partidos, y también de México, país que realizó una reforma del sistema debido a la corrupción y el narcotráfico.
La vinculación entre partidos políticos, candidatos y empresas requiere un debate de fondo en nuestro país, en el cual se considere la dinámica de poder e influencia y se asuma el gran desafío que es construir confianza en las instituciones que mueven nuestra sociedad.
Se trata, sin duda, de una trama delicada y llena de desafíos éticos, pues entre los ciudadanos y los consumidores está instalada la desconfianza y el escepticismo. De ahí que la transparencia y la probidad sean requisitos básicos para cualquier relación entre empresas y partidos políticos o candidatos.