El caso Penta y el financiamiento de las campañas electorales ha puesto nuevamente en el tapete la relación entre política y dinero. Se trata de un debate antiguo y moderno: Oligarquía y República, dos modelos rivales de regímenes políticos.
Domenico Fisichella, catedrático universitario y ex vicepresidente del Senado italiano, en su libro “Dinero y Democracia” realiza este análisis partiendo por Platón, quien en el libro octavo de la República señala, “por ende, cuanto más se veneran en un Estado las riquezas y los hombres ricos, en menos se tiene la excelencia y los hombres buenos”. La oligarquía es un régimen degenerado en que gobiernan unos pocos, los que el censo ha ratificado como ricos.
Para Platón tal régimen sucumbe cuando se produce la guerra, ya que los oligarcas son incapaces de llevarla a cabo pues son pocos. Y si arman al pueblo para defender la ciudad, le temerán más que al enemigo. Rousseau intenta revitalizar el pensamiento republicano de la antigüedad y su mirada respecto del dinero no es más positiva. “Tan pronto como el servicio público deja de ser la principal preocupación de los ciudadanos, prefiriendo prestar sus bolsas que sus personas, el Estado está próximo a su ruina”.
Por cierto, antiguos y modernos han visto en la propiedad un elemento indispensable para la grandeza de la República. Quien nada posee siempre será un sujeto débil y objeto eventual de servilismo. Por el contrario, el ciudadano debe tener propiedad suficiente para alcanzar la autonomía, la autarquía, la elevación espiritual y el tiempo libre para poder dedicarse a los asuntos públicos. Una república poderosa es aquella que cuenta con medios políticos, militares, económicos y espirituales para realizar grandes cosas. Pero se trata de medios, no de fines, pues cuando se pone todo el interés en acaparar alguno de ellos, se descuida el bien público y se sacrifica el interés general.
Tanto los antiguos como los modernos han visto tres problemas con el hecho que el poder político sea detentado por los ricos: I) Pone en riesgo el interés público, que debe ser general y común, jamás particular y para unos pocos. Aún más, si esos pocos son unos privilegiados económicamente y ávidos de ganancias pues, ¿cómo no sospechar que utilizarán el Estado para acrecentar sus arcas tomando decisiones arbitrarias, o vendiendo votos y sentencias?
II) La concentración del poder que puede llevar a quien tiene dinero y adquiere además cargos y honores, a sufrir la tentación devastadora de abusar del poder.
III) Cuando el poder de unos pocos se hace tan fuerte, rico y duradero, la libertad e igualdad republicana a la que aspira todo ciudadano es convertida en simple declaración formal, desprovista de toda materialidad real.
Ahora bien, en nuestra cultura política, donde la ideología liberal es hegemónica y rechaza la intervención de la política sobre la economía -como ayer condenaron la intromisión de la iglesia en la política- este problema se agrava, particularmente cuando observamos la enorme concentración del poder que sufrimos en Chile. Surge así el obvio temor del exceso y del abuso potenciales de poder. Pues las experiencias oligárquicas demuestran que quien tiene el poder económico financiero toma decisiones que nos afectan a todos mediante medidas que se convienen en comités restringidos y de acuerdo a los intereses y lógicas de dichos comités.
Al influir, mediante la propiedad y el avisaje, sobre los medios de comunicación de masas se tiende a homogeneizar a la opinión pública que dista mucho de ser ilustrada y crítica. Finalmente los partidos, ministros y legisladores tienden a doblegarse ya sea por acción directa del dinero que financia campañas electorales, manipula las opciones económicas o por la influencia de éste sobre los medios de comunicación social. Estos riesgos se multiplican cuando tenemos un sindicalismo débil, partidos e instituciones políticas de baja legitimidad y una prensa concentrada en pocas manos y muy sometida a los dictámenes del mercado.
Por último, hay una arista más en este problema. Es frecuente decir que detrás de estas críticas al poder financiero se anida el afán de satanizar al dinero, considerándolo un ídolo que puede transformarse en infinitas formas, cuando también puede ser sinónimo de prosperidad y dicha para la comunidad.
Así también la idea de que la empresa es una organización controlada por su patrón y orientada sólo a ganar dinero, cuando ella hoy es vista como comunidad de personas que producen, y distribuyen bienes y servicios para ganancia propia y beneficio social. Sin embargo, es necesario distinguir entre una y otra concepción del dinero y de la empresa.
Siempre es importante averiguar cómo se obtuvo tal fortuna. No es lo mismo la riqueza bien habida, que la deshonestamente adquirida. No es lo mismo heredar una fortuna que crearla. No es lo mismo ganar una fortuna generando empresas que hacen surgir nuevos trabajos que ganarla especulando en las bolsas del mundo. No es lo mismo dirigir empresas en que existen bajos salarios, peores condiciones laborales, se persigue al sindicalismo o a la mujer embarazada o en edad fértil que ser líder de empresas con responsabilidad social. No es lo mismo predicar la igualdad en el espacio público, y practicar la desigualdad en el privado que ser coherente en ambos espacios de la vida moderna, en fin. Dinero, empresa y política en la palestra.
Nuestros representantes populares deberán debatir y resolver cuáles son los límites del dinero en la política y cuán altos son los muros que deberemos levantar para evitar toda concentración excesiva del poder político, económico y comunicacional. La opinión pública y las nuevas relaciones de fuerzas en el Congreso les exigen que sean sólidos, firmes y rigurosos en esta labor.
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