Latinoamérica está marcada por democracias inestables, sociedades fragmentadas por la pobreza, la desigualdad y la violencia.Pero también posee una riquísima diversidad cultural, belleza y riqueza de sus recursos naturales, imponentes culturas originarias y el poder de sus prosistas y poetas. Entonces ¿por qué la pobreza y el subdesarrollo?
Por otro lado, si América Latina es observada desde los ojos del cristianismo, casi la mitad de los católicos viven en ella, los que cada vez más comparten la fe con un vigoroso movimiento protestante, conocido como “evangélico”. Sorprende gratamente su dinámica religiosidad popular, su pacífico mestizaje, los movimientos de solidaridad y sus utopías de fraternidad.
Nuevamente surge la pregunta dolorida, ¿por qué un subcontinente cristiano no ha realizado la evangélica opción preferencial por los pequeños?
La historia tradicional de la América Latina republicana está escrita en forma de tragedia.Veamos algunas de las puestas en escenas políticas, socioeconómicas y globales de este acabo mundi.
-Entre 1808 y 1824 ganamos una guerra de Independencia y nos propusimos constituir repúblicas estables. Sin embargo, políticamente prematuras, muchas de nuestras repúblicas cayeron en una dramática inestabilidad institucional y en el gobierno de caciques, caudillos, dictadores y luego de líderes populistas.
-Entre 1950 y 1990, el 45% de los cambios de régimen político en el mundo tuvo lugar en América Latina. En ese lapso, no hubo un solo país latinoamericano que no sufriera, por lo menos, un cambio de régimen, lo que además tuvo un costo socioeconómico devastador.
En 1700, tras dos siglos de colonización, el ingreso per cápita en América Latina continental era de 521 dólares, y en las colonias inglesas del norte de unos 527 dólares.
Sin embargo, en 1870 el ingreso per cápita de Estados Unidos triplicó al latinoamericano y al año 2000 lo quintuplicó. El 2004, un escalofriante 41,8% de los latinoamericanos eran pobres y un 17,4% indigentes.
El crecimiento económico entre 1981 y 2003 fue de menos de un 1% anual, además, aparte de exiguo, el aumento del bienestar material fue distribuido injustamente. Así, casi doscientos años después de su Independencia, América Latina era el continente con mayor desigualdad de ingresos y menor movilidad social, solo África al sur del Sahara la superaba en términos de estancamiento económico.
Pasemos a relativizar este negativismo diagnóstico, dando una nueva mirada al aporte de los cristianos en Hispanoamérica y del republicanismo en ella.
Para salir de este laberinto de la inferioridad hecha soledad se requiere de una nueva mirada de nuestro pasado. Sobre todo requerimos revalorar el aporte del cristianismo en la cultura y desarrollo de nuestras historias. El cristianismo es humanismo y mucho más que ello. Se basa en el principio moral fundamental que señala que cada ser humano tiene un valor supremo e intrínseco.
Quizás quien mejor represente en Hispanoamérica esta vocación humanista es Bartolomé de las Casas. Nadie como él defendió a los indígenas en el “Indiano Orbe”. También tenemos el ejemplo de Vasco de Quiroga quien fundó pueblos-hospitales de Santa Fe en México y en Michoacán.
Otra luminosa demostración de lo que hablamos fueron las misiones jesuitas en América Latina, verdaderas ciudades que se auto gobernaban y autoabastecían, que se les llamaba “tierras sin mal”. Fue tal el éxito de estas “misiones” que durante el siglo XVII tenían mejores formas de gobierno, economías más humanas y avanzada tecnología. Su éxito fue su maldición, pues los jesuitas fueron acusados de estar fundando su propio imperio y en 1759 serán expulsados de las colonias españolas.
Se podrá criticar que derecho indiano y utopías cristianas quedaron solo en declaraciones formales. Sin embargo, tal crítica es empíricamente falsa. Además el argumento, siendo atendible, no se hace cargo de algo que resulta evidente para las filosofías constructivistas del siglo XXI. Con sus innegables exageraciones éstas nos enseñan la enorme eficacia performativa del discurso. La historia es una constante relectura de prácticas del pasado que se hacen discurso hegemónico.
Además, a este humanismo de inspiración cristiana, igualitario, libertario y fraterno, debemos sumar un republicanismo de raíz hispana. En nuestras tierras había otra tradición dentro de la cultura hispana partidaria de la república, entendida como gobierno no despótico.
Por ello, tras 1824, en Ayacucho, los latinoamericanos intentamos constituir el más amplio puñado de repúblicas modernas durante el siglo XIX. Esto último ocurrió prematuramente respecto de Europa, que vivía desde 1814 su restauración monárquica y, más aún, de África, Asia y Oceanía.
Entre 1811 y 1830, diecisiete países latinoamericanos establecieron constituciones republicanas inspiradas en la constitución norteamericana de 1787.Acusadas de inmaduras y atrasadas, sin embargo, nuestras sociedades iniciaron un inédito proceso de experimentación política republicana, que no desarrollarían países como Alemania o Italia sino décadas después. Mientras Europa volvía a la monarquía, los hispanoamericanos sostuvimos que el poder se basaba en el pueblo.
Así, a pesar de la violencia, el desacople entre ciudadanos convocados y votantes efectivos, el papel de los caudillos locales y la exclusión social, a lo largo del siglo XIX en toda América Latina se realizaron elecciones regulares y frecuentes.
Poco a poco los procesos electorales generaron partidos políticos y una opinión pública que se manifestaba a través de las asociaciones y la prensa periódica.
En suma, la democracia en América Latina no es un fenómeno venido de otras latitudes e implantado con grandes imperfecciones. La historia hispanoamericana daba cuenta de raíces autóctonas para sustentar regímenes republicanos.
Los latinoamericanos somos hijos de tres culturas que conforman tres realidades que se han fusionado generando un bellísimo mestizaje: indoamérica, iberoamérica y afroamérica, un continente de siete colores (Arciniegas).
La herencia hispanoamericana, no es autoritaria ni jerárquica.Los ideales democráticos griegos, las prácticas republicanas romanas y las utopías igualitaristas judías, hechas bases de una cultura occidental cristiana, echaron también raíces en nuestros suelos. Entonces, hay motivo pues para la esperanza.
Octavio Paz escribía en su “Laberinto de la soledad” que “quien ha visto la Esperanza, no la olvida… En cada hombre late la posibilidad de ser, o más exactamente, de volver a ser, otro hombre”.
América Latina puede, debe y quiere ser más. Ello, es también tarea de los hijos de la esperanza: los cristianos.
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