En medio de los intentos y esfuerzos destacables del actual gobierno, particularmente de la Presidenta Bachelet, de impulsar las reformas más emblemáticas de su programa con miras a realizar los cambios que el país requiere para establecer una justicia social verdadera, ha vuelto a desplegarse, cual consigna dogmático- intransable, la de otorgar al crecimiento económico el rango de condición necesaria y suficiente para el logro de un desarrollo integral y humano de los países.
El principio “filosófico” subyacente a esta tesis, es que la persecución del beneficio individual constituye el mejor mecanismo para la persecución del bien común.
En las últimas semanas y dado las cifras de menor crecimiento, se auguran variadas predicciones apocalípticas frente al futuro del país, a la vez que se instala mediáticamente una atmósfera de inseguridad en la población, la que se orienta hacia una crítica y descalificación de la actual gestión gubernamental y sus intentos transformadores.
La ciudadanía, que en su mayoría no tiene porqué ser experta en tanto tecnicismo y argumento economicista, termina siendo pauteada y socializada por estos mensajes que tienen claros orígenes e intenciones. Los resultados de algunas encuestas cierran el círculo comunicacional (¿No es hora de que el país conozca otras encuestas que no sean sólo las de ADIMARK?).
Por cierto, poco o nada se dice acerca de la evidente y programada “sacada del pie del acelerador” del gran empresariado, que obviamente colabora “solidariamente” a una desaceleración económica, independientemente de los factores internacionales que también afectan en un mundo globalizado. Esto, para no hablar de las permanentes amenazas de desempleo, baja en las inversiones, subida de precios y otros.
Sin embargo, la historia de la humanidad de las últimas décadas desmiente categóricamente y hace caer a pedazos este dogma neo-liberal que sostiene que el crecimiento económico de los países y el enriquecimiento de algunas personas, inexorablemente lleva a mejorar las condiciones de la sociedad.
El sobresaliente estudio del economista Thomas Piketty, “El capital en el s.XXI”, ya ampliamente conocido, y el último Informe Sobre Desarrollo Humano 2014 del Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo, son algunas ilustraciones al respecto.
A estos antecedentes, quisiera agregar en esta oportunidad lo planteado por el destacado sociólogo polaco Zygmunt Bauman, actual catedrático emérito de la Universidad de Varsovia, quien ha publicado recientemente su trabajo,: “La riqueza de unos pocos nos beneficia a todos? “(Paidos, 2014).
En un riguroso y detallado estudio, Bauman analiza los diferentes supuestos y principales tesis neoliberales, acompañado de diferentes antecedentes estadísticos que lo llevan categóricamente a concluir que el aumento de la riqueza y el crecimiento económico de los países, tienden a concentrarse en porcentajes pequeñísimos de la población, los que además, son los mismos que desde hace un buen tiempo gozan de rentas muy altas.Lejos de producirse una disminución en la distancia y diferencias que se dan entre los estratos y/o grupos más altos y los más bajos de una sociedad, ellas han aumentado considerablemente.
Lo anterior se ve agravado por el hecho de que, a diferencia de mediados del siglo XX, en que las diferencias fundamentales se daban entre países, ahora las desigualdades más impactantes se dan al interior de los respectivos países, con una concentración en unos pocos que se torna francamente agresiva.
No en vano, el investigador Bauman cita al Instituto Mundial para la Investigación del Desarrollo Económico, con sede en Helsinski, que establece que el 1% de la población más rica del mundo es casi dos mil veces más rica que el 50% de la población mundial.
De una u otra forma, nuestro mundo (y también nuestro país) ha sido modelado por principios y formas de vida en que la solidaridad y la colaboración, además de considerarse “superadas por la nuevas exigencias modernas”, implican costos y dificultades extremas para quienes optan por ellas.
Nos han convencido y han instalado en el centro de las creencias populares, afirma el sociólogo polaco, que hay “realidades incuestionables” que están en la naturaleza de las cosas, las cuales adquieren el carácter de premisas aceptadas que nos afectan e influyen permanentemente y que configuran nuestra comprensión del mundo. Se trata de falsas creencias, de supuestos no probados y directamente engañosos, que están en íntima relación con el drama cotidiano que viven millones de personas.
Lugar absolutamente preferente entre dichas falsas creencias, lo ocupa el consagrar al crecimiento económico como la única manera de hacer frente y superar todos los desafíos y los problemas que genera la coexistencia humana.
En una palabra, el planeta se encuentra infiltrado y contaminado por un economicismo fundamentalista, en que lo esencial es el crecimiento económico.
A la luz de los datos y cifras objetivas, incluido por supuesto el caso chileno, me parece que seguir suscribiendo este principio, más o menos expresamente, incluso por parte de algunos representantes o militantes de la Nueva Mayoría, refleja una ironía algo sádica, una negación de la realidad o simplemente un pragmatismo extremo alentado por cierta impudicia ideológica.
Es cierto que hay decisiones y acciones del actual gobierno que merecen ciertas consideraciones por no evidenciar una total pulcritud en su preparación, pero ellas son solucionables en la medida que exista una voluntad política de cambiar el Chile de hoy.
Y cambiar el Chile de hoy implica, además de erradicar las desigualdades, cambiar las estructuras laborales y la racionalidad subyacente a la productividad, supone también implementar una efectiva participación ciudadana y dar al Estado un rol más protagónico y, de manera especial, cambiar cierta cultura establecida según la cual, la ganancia y el dinero son los principales horizontes de sentido para la población.
Para quienes asumimos el social cristianismo como referente fundamental en la política, no debe caber ninguna duda ni debemos acomplejarnos de tener una categórica oposición frente a la tendencia fagocitadora del capitalismo actual, el que busca controlar y dominar las sociedades y sus diferentes ámbitos.
Mucho menos debe inquietarnos que partidos políticos o ideologías, con los que estuvimos en diferentes y opuestas posiciones en el pasado, tengan hoy importantes coincidencias con nosotros.