El respeto por el sacrificio del Presidente Allende y el comprensible deseo de no dar la razón a los golpistas ni justificar sus crímenes no debe impedir que, al cabo de 41 años, hagamos un esfuerzo por mirar de frente las causas del fracaso del gobierno de la Unidad Popular y de la inmensa tragedia que se desencadenó sobre nuestro país. Nada justificará jamás los crímenes de la dictadura, pero la manera de honrar la memoria de las víctimas es hacernos cargo de los errores que nos condujeron a ella.
Tzvetan Todorov dice: “La memoria del pasado será estéril si la utilizamos para erigir un muro infranqueable entre el mal y nosotros, si solo nos identificamos con los héroes irreprochables y con las víctimas inocentes, y lanzamos a los agentes del mal fuera de las fronteras de la inhumanidad (…) Por eso el remedio que buscamos no puede ser simplemente recordar el mal del que nuestro grupo o nuestros antepasados han sido víctimas. Es preciso dar un paso más e interrogarnos sobre las razones por las que el mal apareció”.
Chile no era un país de cuartelazos, a diferencia de varias naciones de la región. Las prácticas democráticas habían arraigado en nuestro modo de vivir, como lo demostró la propia elección presidencial de 1970, efectuada con plenas garantías para todos. Sin embargo, en menos de tres años Chile se deslizó hacia una crisis política, económica y social que, finalmente, fue resuelta por las armas.
Es cierto que, en el contexto de la Guerra Fría, hubo intromisión del gobierno de EEUU y de la dictadura cubana, pero los protagonistas de la tragedia fuimos los chilenos.Y quienes tenían los más altos cargos llevan sobre sí las más altas responsabilidades. Allende nunca imaginó que su gobierno, que nació en medio de las esperanzas de mucha gente sencilla, se iba a convertir finalmente en la antesala del infierno. Y por desgracia fue así.
La izquierda de entonces tiene una abrumadora responsabilidad por la generación de la dinámica que condujo al país al barranco. Hoy sabemos que no se puede hablar impunemente de lucha armada, como lo hizo el propio partido del Presidente en aquellos años, sin socavar la libertad y alentar el aventurerismo. La palabrería del “enfrentamiento inevitable” favoreció sin duda la acción de quienes asaltaron el poder a sangre y fuego.
En 1973 era vital salvar la “democracia burguesa”, como se la calificaba entonces con desidia, pero las supersticiones ideológicas lo impidieron. De ese modo, se derrumbó el dique de civilización que representaba esa democracia despreciada por los revolucionarios. Pinochet y los extremistas de derecha fueron los encargados de demolerla.
¡Cuánto desvarío en aquellos años, cuánto sectarismo, cuánta irracionalidad orgullosa!
No basta con decir que Allende estaba bien inspirado.En rigor, no tuvo conciencia del proceso disgregador que provocó la aplicación de su programa de gobierno, el que aceptó cumplir sin siquiera haber participado en su elaboración.
Fue un demócrata sin duda, y un líder moderado durante toda su trayectoria como parlamentario, a quien los castristas y guevaristas trataban peyorativamente de “socialdemócrata” en los años 60, pero al asumir la Presidencia creyó marchar con los tiempos al buscar sintonía precisamente con esos críticos, lo cual se expresó sobre todo en el afán de que su gobierno fuera reconocido como revolucionario por el régimen de La Habana.
Allende no estuvo dispuesto a convertirse en un dictador de izquierda.Lamentablemente, el lenguaje de algunos líderes de la UP convenció a muchos chilenos de que era inminente el establecimiento de una dictadura marxista. Es triste decirlo, pero la izquierda sembró vientos y cosechó terribles tempestades.
Aunque puso por delante de todo su lealtad con la izquierda, Allende no fue capaz de imponerle su conducción en las horas críticas. Al final, quedó dramáticamente solo, superado por los acontecimientos, impotente ante la conspiración, sin autoridad real ni siquiera sobre el Partido Socialista. Demostró enorme dignidad y coraje aquel martes 11 de septiembre, cuando se hundió su gobierno y también la democracia.
No era fatal que Chile cayera en la dictadura, pero para evitarlo habría sido necesario sumar suficientes defensores. Eso implicaba disposición para dialogar y establecer acuerdos, todo aquello a lo que se oponían los grupos intransigentes de la UP, y también el Movimiento de Izquierda Revolucionaria, que hostilizaba a Allende desde el jacobinismo. La historia a veces tiene cara fea.
Hasta el 10 de septiembre, es insoslayable la responsabilidad de Allende y la UP en la crisis política desencadenada. Del 11 en adelante, es aplastante la responsabilidad de Pinochet y las fuerzas de derecha por los crímenes, las persecuciones y la violación masiva de los derechos humanos.
Hoy sabemos mejor que ayer que cuando se desprecian las libertades se termina por perderlas. Y conocemos también el terrible precio del maniqueísmo y el deseo de borrar del mapa a los adversarios.
Chile ha progresado en todos los terrenos en las últimas décadas. La cultura de la libertad se ha consolidado entre nosotros, pero tenemos que cuidar los avances conseguidos y proteger nuestra convivencia, hoy de nuevo amenazada por la violencia. No puede haber vacilaciones frente al terrorismo. El régimen democrático tiene derecho a defenderse.
¿Hemos aprendido de la historia? A veces parece que sí, cuando sobresalen las voces que piden racionalidad y diálogo. Pero a veces parece que no, cuando se imponen la intolerancia y los gestos agresivos.
No podemos tropezar con las mismas piedras.