Ha sido pública y notoria la actitud y conducta negativa y obstruccionista de la derecha política y económica ante las diferentes reformas y proyectos que la administración de la presidenta Bachelet ha impulsado en su intención de llevar a cabo cambios en el país, por los que la ciudadanía ha clamado social y electoralmente.Diferentes interrogantes y/o explicaciones surgen respecto a este comportamiento político.
¿Es sólo resultado o reacción a la frustración de las insuficiencias sociales y políticas de la gestión de Sebastián Pinera y la consecuente sanción popular a través de uno de sus peores resultados electorales en las últimas cinco décadas?
¿Es una muestra más de su desorganización y diáspora militante cuyo único elemento aglutinador actual es intentar reivindicar el gobierno aliancista-piñerista que no logró reiniciar una nueva era en el ejercicio del poder para su sector?
¿O es el producto de la adhesión categórica y sistemática, no siempre explicitada o sincerada, a una forma de hacer política y a un modelo socio- económico gestado y fraguado durante los años de dictadura militar?
A mi juicio e independientemente de que los aspectos incluidos en las dos primeras preguntas puedan tener alguna influencia, es en la respuesta afirmativa a la última pregunta donde se encuentra de manera más clara la explicación del rol socio-político que está jugando la derecha frente al gobierno y, lo que es más importante, lo que permite esperar reacciones y conductas similares ante las futuras iniciativas gubernamentales.
Concretamente, se trata de un comportamiento no coyuntural y/o excepcional, sino de una actitud y acción con raíces y fundamentos histórico-ideológicos, tal cual quisiera sintetizar en las próximas líneas.
Los regímenes dictatoriales que se instalan en América Latina en los años setenta generan un cuadro y marco propicio para la intromisión de las políticas neoliberales promovidas esencialmente por el llamado “Consenso de Washington” y con la participación activa del Banco Mundial y el FMI. Se trata de una reestructuración económica orientada hacia un modelo de libre mercado, cuya característica distintiva es la desregulación económica mediante la contracción del tamaño del Estado y una omnipresencia del mercado como mecanismo regulador.
Estratégicamente, el modelo persigue la reducción de barreras al comercio, la privatización de empresas estatales, la jibarización y desprestigio del Estado, la disminución del gasto social, la eliminación del déficit público, la maximización en los ingresos de la empresa privada y, sobretodo, la competitividad internacional mediante una apertura productiva, comercial y financiera.
Los regímenes dictatoriales imponen con extrema violencia y abuso el nuevo modelo, impidiendo que los movimientos políticos, sociales y sindicales puedan contrapesar dichas tendencias.
Todo esto en medio de un pretensioso y arrogante discurso, a través del cual se postula y divulga que el nuevo modelo es la vía y modalidad, con las mejores ideas, los mejores recursos humanos y los más óptimos procedimientos, para que las sociedades Latinoamericanas puedan alcanzar su desarrollo y una verdadera modernidad. Se trata de un etnocentrismo ideológico que no solo considera su propuesta como la mejor y la única, sino que rechaza y desprecia otras alternativas.
En el caso concreto de nuestro país, la derecha política y económica es protagonista y heredera (en más de una generación) de los excesos político-autoritarios y de la opción económica neoliberal. Propone, administra y usufructúa de este modelo socio-económico, obstaculizando (cuando no impidiendo) posibles futuras modificaciones con “paquetes legales” que se establecen a modo de “edictos” por parte de las máximas autoridades.
Como resultado de este modelo socio-económico, se va plasmando una concentración del capital en manos de unos pocos, que alcanza una magnitud inédita en la historia de Chile.
En la última década del s. XX, las elites conductoras de la transición y reinstalación de la democracia chilena, implementan políticas sociales que sin duda contrapesan en parte los efectos de las políticas socio-económicas de los regímenes dictatoriales.
A la vez establecen como propuesta alternativa lo que se simboliza en la ecuación crecimiento con igualdad.No obstante, a la luz de las cifras que se van conociendo, la implementación concreta de dicha fórmula termina por inclinarse categóricamente por el crecimiento, postergando significativamente la igualdad a un carácter meramente residual.
La economía se define “demasiado prioritariamente” a partir del objetivo del crecimiento, ignorando las implicancias de un verdadero desarrollo humano, a decir de las propias Naciones Unidas (Ver diferentes informes del “Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo” sobre nuestro país).
En este nuevo escenario, la derecha va “puliendo” su discurso, amalgamando lo tecnocrático con lo político. Sus ideas-fuerza y su comportamiento objetivo se expresan preferentemente en la defensa de los intereses de los grupos económicos que muestran una poderosa constelación de poderes, con la consecuente sinergia entre ellos (económico, educacional, previsional, comunicacional), los que les da, a su vez, una capacidad de permanente presión, cuando no chantaje frente al poder político.
Poco o nada dice sobre la desigualdad y la justicia social, reafirmando su tesis del “chorreo” bajo el expediente del crecimiento económico y bajo las condiciones del más irrestricto e intocable funcionamiento del mercado.
A pesar de las buenas cifras e indicadores que muestra casi toda América Latina en la primera década del s.XXI, lo fundamental del modelo neoliberal pareciera no estar afectado ni trastocado.
En los hechos, el crecimiento a costa de la desigualdad del país se mantiene (Chile tiene la peor distribución de ingreso de la Organización para la Cooperación y Desarrollo Económico, OCDE, y una de las peores del Continente), y los “abusos” sistemáticos de los “abusadores”, comienzan a ser de conocimiento público, siendo los casos más emblemáticos: las AFP con ganancias altísimas durante 32 años, administrando aproximadamente 160 mil millones de dólares – el 60% del PIB- en contraste con las jubilaciones de los trabajadores que reciben menos de $250.000 mensuales; la ya consabida colusión de las farmacias en un ámbito tan sensible para la gente; el negocio con la educación; el aumento arbitrario y sostenido en el cobro de las ISAPRES, junto a una insuficiente salud pública y las condiciones paupérrimas de negociación y seguridad laboral a que están sujetos los trabajadores.
El agravante en este nuevo ciclo, está dado por la toma de conciencia de importantes grupos de la sociedad que dan lugar a significativas protestas y reivindicaciones ciudadanas en todo el continente.
Los conflictos sociales muestran variadas y complejas expresiones, surgiendo nuevos actores en escena, lo que en el caso concreto de nuestro país se expresa en manifestaciones que adquieren características de movimientos sociales.
No en vano, en las ciencias sociales comienza considerarse como un ámbito y/o área importante de análisis el de la violencia socio-económica (Ver “Violencia, política y conflictos sociales en América Latina”, CLACSO, Colombia 2013).
Consecuencia de todo lo anterior y su no solución más estructural y de fondo, se aprecia un deterioro en la confianza y satisfacción para con la democracia y con la política en general.
En la medición hecha el año 2013 por la Corporación Latinobarómetro, solo un 25% de los latinoamericanos tienen confianza en el Parlamento y un 24% en los Partidos Políticos.Asimismo, solamente un 32% declara sentirse satisfecho con la democracia y la razón de esto, para un 75% se debe a que consideran que la distribución de la riqueza es injusta. En la muestra de Chile, solamente un 10% considera justa la distribución de la riqueza.
En medio del desarrollo de estos últimos acontecimientos descritos y frente a las demandas y exigencias de transformaciones significativas en el país, la derecha corea estridentes críticas apocalípticas, y sus “propuestas” van inexorablemente dirigidas a neutralizar o mimetizar los proyectos y acciones destinadas a cambiar el estado de cosas actuales.
Todo ello, con un no disimulado apego a su discurso histórico-ideológico y con un apoyo permanente por parte de la inmensa mayoría de los medios de comunicación de masas que ellos mismos controlan y que les ha permitido instalar a modo de creencia popular el “sentido común neoliberal”, es decir, un catálogo de “certezas” basadas en la racionalidad de la ganancia máxima.
En definitiva, a lo largo de estas décadas, la derecha ha sido una ilustración palmaria de algo extrañamente paradojal: en un mundo lleno de perplejidades y de tentaciones nihilistas, ellos aparecen como los grandes reivindicadores de las ortodoxias, las que creíamos se habían caído a pedazos junto con el muro de Berlín.
Se trata, en una palabra, de una forma de integrismo (el fundamentalismo del libre mercado, la competencia, la ganancia y el capital) que busca mimetizarse con discursos y bravatas en pro de derechos (más bien intereses) y libertades, pero sin ningún deseo verdadero por construir una sociedad más justa e igualitaria, y lo que es peor, sin permitírselo a quienes quieren hacerlo.