Entre tanto debate sobre las reformas tributaria y educacional, la despenalización del aborto o la necesidad y la manera de redactar una nueva Constitución, se suele perder de vista el asunto de fondo, es decir la razón que explica estas propuestas.
Como los árboles que no dejan ver el bosque, la profusión de propuestas legislativas no permiten ver que el propósito final es instalar en el país una visión del ordenamiento de la sociedad que viene a revertir el que fue impuesto durante toda la dictadura y que permaneció inalterado durante las primeras cuatro administraciones de la Concertación y el período de Piñera.
Durante los cuarenta años en que se implantó el modelo económico de mercado, se requería una cultura del individualismo que privilegiara el emprendimiento personal, en la que la proverbial solidaridad del chileno se limitara al ámbito de la caridad y no llegara a permitir el desarrollo de una política efectivamente transformadora ni mucho menos capaz de movilizar a la sociedad. Se trataba que la política estuviera al servicio de la economía.
La premisa era que el chorreo del crecimiento económico haría la felicidad de la persona, que la suma de las personas felices haría una sociedad satisfecha que, a su vez, podría prescindir de la política, con lo que los políticos quedarían reducidos a la mera condición de administradores del modelo económico.
Sin embargo, el mercado no resultó ser del todo eficiente –ya lo dijo Patricio Aylwin en su momento: “El mercado suele ser tremendamente cruel y favorecer a los más poderosos”- y cuando la ciudadanía comenzó a darse cuenta que la felicidad no estaba respaldada por las tarjetas de crédito se completó el círculo y se llegó a la situación actual.
En síntesis, se trata de un debate entre el individualismo del liberalismo que busca la máxima satisfacción del individuo y el intento del Estado de asegurar las condiciones para que el conjunto de la sociedad se organice bajo reglas de mayor justicia, equilibrio y equidad.Esa es la discusión de fondo.
Naturalmente, las posiciones no son rígidas y es así como hay liberales que comprenden que una cierta dosis de regulación por parte del aparato público no sólo es necesaria, sino que también resulta recomendable para salvaguardar el modelo económico. Este grupo apoya las reformas, siempre y cuando no afecten al mercado porque, para ellos, se trata de una verdad indiscutible e inamovible.
Y están los reguladores, los que creen que el Estado tiene el deber de intervenir cuando el mercado no es capaz de resolver adecuadamente las relaciones entre las personas ni asegura la ética de estas relaciones cuando la capacidad económica de unos prima sobre los derechos de los otros.
Para los reguladores, sin embargo, el modelo económico, sin tener la calidad de verdad inconmovible, no resulta del todo reprochable porque entienden que el sector privado asegura mejor que el estatismo la capacidad de generación de riqueza del país, y sin riqueza no hay beneficios que repartir.
No es un debate fácil, y mucho menos si se acepta que no hay posiciones absolutas ni puras, pero en rigor ese es el nudo de la cuestión a la que se enfrenta el país. No se trata de una materia que fuera explícitamente señalada en los programas de gobierno de los candidatos en las elecciones presidenciales pasadas, pero es lo que subyace en todas las propuestas que se formularon y respecto de las cuales se pronunció el país.
Hay que considerar, sin embargo, que las consecuencias de cuarenta años con todo el sistema cultural, educacional y comunicacional mostrando un único modelo no se pueden modificar con facilidad, por lo que es muy probable que, aunque la mayoría de los chilenos entienda, acepte y comparta la idea de modificar las reglas de la convivencia entre las personas no tendrán el mismo entusiasmo a la hora de los cambios, y menos si no se perciben los beneficios de forma más o menos inmediata.