“Los pobres no elegimos dónde vivir”, trágica sentencia con que uno de nuestros compatriotas siniestrados en Valparaíso nos recordó que en nuestra sociedad el derecho a la vivienda digna sigue siendo un privilegio de pocos.
Ciertamente los pobres no optan dónde vivir cuando esta elección fluctúa entre hacerlo en la calle o en un lugar que no cuenta con las medidas de seguridad ni dignidad adecuadas para los seres humanos.
Si esto es así, tampoco los pobres eligen los estándares de su alimentación, ni la manera de cuidar su salud, mucho menos su educación. Esta realidad la conocemos todos, la diferencia está entre quienes la asumen como un problema cotidiano más, parte de la naturaleza de las relaciones humanas y, quienes piensan que no podemos considerarnos “un país desarrollado” mientras existan chilenos viviendo bajo la línea de la pobreza.
Tras más de veinte años de política social en Chile estos problemas persisten y mutan bajo dinámicas distintas, según la evolución de la economía y del trabajo. Si bien somos una sociedad que avanza en bienestar material e inmaterial, el ritmo y la manera en la cual distribuimos los beneficios y los costos del mayor desarrollo son tremendamente injustos.
Nuestro país sigue exhibiendo cifras poco auspiciosas respecto a la distribución del ingreso, con un índice de Gini de 0.51, según consta en el informe “Panorama de la Sociedad” de la CEPAL, el estudio exhibe que nuestro país ocupó el último lugar regional en la distribución del ingreso. Además, un 18% de la población tiene ingresos inferiores al 50% de la media. Guarismos que chocan violentamente contra nuestra imagen de país que avanza hacia el desarrollo, comparadas con las de los países de la OCDE, o el “estándar del desarrollo”.
Con estos indicadores la desigualdad en Chile adquiere ribetes de una especie de enfermedad social enquistada transversalmente en la economía y en las relaciones sociales.
Ello impide asumirnos de manera cohesionada como una Nación que se respeta a sí misma y donde los ciudadanos perciben que son retribuidos de forma justa por su aporte al desarrollo de todos.La desigualdad en Chile es grave y ya no sirven las recetas ultra focalizadas aplicadas anteriormente y se hace necesario dar un giro decisivo hacia la consolidación de derechos sociales universales.
Algunos llaman a eso el “Estado de bienestar”, típico de sociedades europeas desarrolladas y que los sectores conservadores atacan diciendo que produce déficit y que es insostenible en el tiempo. Tal discurso lo venimos escuchando desde fines de los años setenta, no obstante el sistema de seguridad social y de educación en Europa sigue siendo un ejemplo mundial, a pesar de sus vaivenes y adaptaciones.
¿Seguiremos creyendo que el aseguramiento de derechos sociales universales es un ataque a la economía y a la competitividad? Todo buen observador de los cambios de la sociedad contemporánea debe darse cuenta que el tipo de sociedad que estamos construyendo local y globalmente debe cambiar hacia otro modelo de desarrollo que asegure el bienestar material para todos y que sea sostenible en el tiempo. En eso consiste el Desarrollo Social y lo que queremos hacer desde este ministerio, lo que va más allá de un nuevo gobierno de turno.
La reforma tributaria, la reforma a la educación, al sistema de pensiones y las políticas de protección social sectoriales se orientan hacia este desafío. Ello, no porque sea la imposición de una visión política hegemónica, sino porque los ciudadanos ya están muy conscientes de que Chile nos pertenece a todos y que es tiempo de hacer cambios importantes a nuestra manera de vivir en sociedad.