Si algo hay que reconocer al sistema electoral binominal es el cambio que ha logrado imponer en las conductas de los partidos políticos nacionales, o al menos el hecho de haberlo intentado porque su modificación podría llevar a la recuperación de los estilos tradicionales.Puede diferirse en la intención, pero sin duda se trataba de un propósito ambicioso.
Al obligar a los partidos a unirse para enfrentar las elecciones, se pasó forzadamente del tradicional modelo de tres tercios que tuvo la política chilena por décadas -izquierda, centro, derecha- a un esquema bipolar –izquierda, derecha, o si se quiere centro-izquierda y centro-derecha- que ha imperado desde la recuperación de la democracia.
En el primer caso, el centro político tenía la labor de servir como agente moderador e inclinar la balanza para izquierda o derecha, según las señales de los tiempos.
Hoy en día, ese rol ha sido disminuido y sólo se mantiene un centro en la medida que izquierda y derecha necesitan mantener el voto moderado, pero las grandes líneas de acción tienden a ser responsabilidad de los sectores más polarizados y también más enfrentados entre sí.
Son dos formas distintas de comprender la necesidad de asegurar la estabilidad política, que siempre resulta uno de los bienes más deseados en el diseño de cualquier sistema político.
El primero funcionó muy bien por años hasta la crisis de 1973 y el golpe militar y el segundo sirvió para hacer la transición a la democracia, pero ahora se enfrenta a la crisis de la democracia representativa. Los dos fueron o son incapaces de dar respuesta a las exigencias de la ciudadanía y han sido una camisa de fuerza para los partidos.
Esto es lo que explica que, en la coalición de gobierno y en la de oposición, surjan con cierta frecuencia disputas internas que pueden dar la impresión de constituirse en crisis terminales.
En la Nueva Mayoría, esas diferencias suelen darse en los llamados temas valóricos, mientras que en la Alianza los desencuentros suelen producirse también en lo relativo al ordenamiento económico del país.
En todos los casos, son señales de resistencia frente a un sistema electoral que no responde a la realidad de las corrientes de pensamiento vigentes en el país.
Para el análisis, a las dos coaliciones se las simplifica definiendo a los grupos internos en divergencia como conservadores y progresistas, forzando naturalmente la realidad para hacer entrar en las etiquetas posiciones políticas mucho más complejas, porque hay casos, por ejemplo, de quienes son muy conservadores en lo moral pero progresistas en lo económico.
De todos modos, lo relevante es que las coaliciones que han compartido el poder en estos 25 años se enfrentan ahora a la amenaza de tener que adecuar su acción al nuevo escenario que, supuestamente, se generaría tras la eventual aprobación de la reforma al binominal propuesta por el Gobierno.
¿Les acomodará la convivencia forzosa a la que han estado sometidos por un cuarto de siglo, o aprovecharán la liberación parcial de sus amarras para actuar con mayor autonomía e incluso para propiciar el surgimiento de nuevas corrientes políticas? Cuando las almas están divididas, hay quienes prefieren la seguridad del trauma al riesgo del cambio.
Es difícil saberlo antes que se implemente la reforma porque eso implica conocer en profundidad las razones que llevan a unos y a otros a permanecer en determinadas coaliciones.
Se podría suponer que, hasta ahora, han mantenido la unidad por un interés electoral.
Es sabido que el partido que se queda solo arriesga perder importantes cuotas de poder, pero si el binominal ha logrado calar hondo en la cultura política entonces no debería haber cambios en los pactos actuales cuando se modifique el sistema electoral.
El otro misterio que queda por resolver es si la reforma propuesta al binominal será suficiente para resolver la crisis que atraviesa el modelo de la democracia representativa, considerando en especial que hay naciones que tienen sistemas electorales distintos y que atraviesan por el mismo problema.