A pesar del griterío de todas las derechas, en Chile no hay revolución, ni la habrá en el gobierno de Michelle Bachelet.
La Iglesia Católica, la derecha económica, la mediática, la pinochetista, la piñerista y la del interior de la Nueva Mayoría, pueden estar más o menos tranquilas.No alaraqueen.
El concepto de Revolución que manejamos en todo el siglo XX (y que no ha sido reemplazado en serio) es el concepto no marxista sino leninista de revolución.
No hay aquí “condiciones necesarias para que haya una revolución” ni se ha tomado el poder una vanguardia revolucionaria.
Algunos candidatos, en la elección pasada, confundían sus gustos y antojos (no del todo sanctus) con el proceso revolucionario. Una candidata embarullaba sus garabatos (algunos simpáticos) con la fuerza social, las propuestas y los programas político-militares que anuncian a los grandes cambios revolucionarios.
Marx no previó siquiera una revolución en un país tan “rasca” como Chile. Lo que debía ocurrir en los países rascas era que se desrrascaizaran, se desarrollaran.
Pronosticó el paso del capitalismo al socialismo (la revolución) en los grandes países desarrollados, como Alemania o Inglaterra (hoy diría EEUU o Alemania o Japón, o, si se hubiera aggiornado, lo que es seguro, el Complejo militar-económico-tecnológico – comunicacional y de espionaje, develado, por ejemplo, por Snowden).
En Chile no hay eso de que los de abajo no quieren y los de arriba no pueden seguir viviendo como hasta hoy, situación histórica a la que debería agregarse la capacidad de la clase revolucionaria para desarrollar acciones revolucionarias de masas capaces de hacer caer el viejo gobierno con su viejo orden.
No hay eso ni mucho menos.
Además, somos muchas las personas de izquierda que no gustaríamos (aunque las respetamos, apreciamos y agradecemos) repetir, aunque fuera con vino tinto y empanadas, el esquema y proyección del comunismo real. Mejor que el feudalismo y el capitalismo real pero poco humano, es decir poco animal y muy igualitario.
Vivimos, en Chile, en un capitalismo rampante de cuarto grado, en una economía que es la 42 del mundo y la 7ª de América Latina, sin crisis estructural, y ni a nuestra academia ni a nuestros intelectuales ni a nuestros políticos se les ha ocurrido, de lejos, cómo avanzar revolucionariamente hacia una sociedad no capitalista. Estamos, con respecto a Marx, en el siglo XVII.
Tener cuatro o cinco oligarcas entre los 200 más ricos del mundo no significa alto desarrollo capitalista sino simplemente concentración de la riqueza, como la de Marruecos o la de los Emiratos Árabes o la que existía en el Nepal budista.
Eso de hablar de reemplazar el capitalismo actual por un Estado Social de Derechos no pasa de ser, por ahora, una superficialidad o algo muy parecido al Estado de Bienestar de la socialdemocracia europea, que mucho alivio trajo en el capitalismo europeo moderno. Hacer tal o cual distinción entre uno y otro no será más que un entretenido ejercicio de reformistas.
En esta pesada realidad mucho aire y esperanza nos trajeron las movilizaciones juveniles de 2011 y 2012 y el programa que la izquierda de la Nueva Mayoría, la Presidenta y la gente aprobaron y está iniciándose.
Es, como se ha dicho, un programa de profundas transformaciones económicas y sociales, que afectará mínimamente el bolsillo de los más pudientes (en sus impuestos) y en su “supremacía” (ideológica) sin avanzar drásticamente hacia mayores niveles de igualdad y sin tocar (hemos retrocedido a etapas anteriores a las de Ibáñez, Alessandri, Frei y Allende) la propiedad de los grandes medios de producción y servicios públicos.
Nadie ha propuesto –ni aprobado- chilenizar el cobre (como Frei Montalva hace 50 años), nacionalizar el cobre (como Allende y todo el Congreso de 1970), estatizar la previsión, los seguros de salud, el litio, el acero, el agua, la electricidad, los teléfonos y otras maquinitas, la luz eléctrica, las más grandes centrales eléctricas, la posible energía solar o nuclear, los grandes puertos y carreteras, la movilización colectiva de las grandes ciudades, la aviación comercial; crear el Área de Propiedad Social o la Escuela Nacional Unificada.
Tampoco se nos ha ocurrido expropiar grandes extensiones de tierras inútiles para entregarlas a campesinos blancos, mapuches o criollos.
Ni los grandes bosques amenazantes que circundan las principales ciudades del país, para crear cortafuegos suficientes y seguros para la vida.
Ni menos intervenir la banca para favorecer en algo a la pequeña empresa y los sectores subalternos.
Nadie está por echar abajo la anquilosada estantería de partidos donde figuran de la Tercera Internacional (cuando no hay Tercera Internacional, se acabó en 1990 la fundada hace 100 años) de la Tercera Vía entre capitalismo y comunismo (cuando no hay comunismo real y la Tercera Vía es la que corre entre la Social Democracia y el Neoliberalismo, de Blair, Valls y, si me apuran, de Obama); del liberalismo reformista de hace 150 años; de la dictadura derechista cuando se acabó la dictadura derechista de Guzmán y los primos de Piñera y del plebiscito del 88 cuando ya lo hicimos y más encima lo ganamos.
Y nadie está, entonces, por construir una vanguardia revolucionaria, porque sería feo.
Y chancho en misa.
Tranquilas todas las derechas. No alaraqueen.
El mundo no se va a acabar. Ésta no es la reforma agraria, que afectaba la propiedad de la tierra; no es tampoco la nacionalización del cobre, que afectaba la propiedad extranjera de las grandes minas.
Nadie en Economía (un ministro DC) ni en Hacienda (un socialdemócrata) ni en Educación (un ex FMI) piensa en “liquidar la educación privada” como amenaza el inmutable Ezzati, que serenamente dejó pasar muchos atropellos internos de carácter delictual. Vuelva a esa serenidad, Monseñor, que parecía platónica y desinteresada.
¡Adelante con las reformas estructurales ya aprobadas por el mandante!