Ha cobrado popularidad la idea que Chile ha entrado en un nuevo ciclo político. Este estaría marcado por dos elementos sustantivos: una ciudadanía más empoderada y una demanda de reformas políticas, socio-económicas y ambientales.
En su lectura optimista todo ello sería la expresión de los propios avances -en definitiva al éxito- de una sociedad modernizada que ha hecho surgir nuevas necesidades. La tensión se expresaría como desapego, distancia y franca hostilidad a las instituciones actuales.
De allí, a la vez, la preocupación entre ciertas elites que han visto la fuerza de esa institucionalidad como el gran capital de Chile y su distinción frente a la caótica América Latina.
La representación de un nuevo ciclo comprende bien, sin duda, parte de la realidad de lo que ocurre.Sin embargo, esconde también otra parte, distorsionando la historia que hemos vivido.
Deja entrever que hasta la emergencia reciente de esta corriente social crítica, los consensos en Chile habían sido altos y el país había avanzado ordenado, con las naturales diferencias menores de toda sociedad. Sin embargo, esta visión era bastante elitista.
Podríamos decir que había sido una construcción social de buena parte de las elites.Es necesario considerar que los ejes del modelo socio-económico se instalaron en Chile en los 70 y 80 por -y en el contexto de- una dictadura que incluso debió derrotar grupos de la elite militar, empresarial y pasar por alto intereses de amplios sectores medios anti unidad popular y, por supuesto, reprimir a un vasto sector social popular atraído por perspectivas socialistas.
Eso significó generar una “hegemonía fáctica” en que para una buena mayoría solo quedó el adaptarse al nuevo escenario instalado con relación a la arquitectura de la educación, salud, previsión, régimen laboral, de la política, de lo organizacional, y más transversalmente, a los grados de privatización y mercantilización de la sociedad.
Es cierto que el crecimiento del trabajo, de los ingresos, del consumo –generalizado y desigual- desde fines de los años 80 hasta fines de los 90 integró a porciones de la sociedad que vieron mejorar su situación socio-económica especialmente por un segundo empleo e ingreso familiar y mejorar la capacidad del Estado para realizar políticas sociales.
Ello, desde situaciones enormemente deterioradas desde mediados de los 70 que se expresan, entre otras, en el hecho que el salario medio chileno de 1970 fue recuperado recién a principios de los 90.
Me interesa afirmar, sin embargo, que nunca ese modelo liberal radical, en sus dimensiones diferentes, gozó de una evidente hegemonía o consenso. A lo más de un consenso pasivo.
Señalar que ese consenso existía fue una de las grandes construcciones ideológicas de principios de los años 90 por parte de sectores empresariales, políticos e intelectuales de las grandes coaliciones que manejaron el poder.
Ello se expresó en la representación de que por fin Chile, luego de la intensa conflictividad que lo había caracterizado desde los años 60 en adelante, había llegado a una madurez y a estar de acuerdo en las grandes orientaciones.
Para dicha elite, esa idea fue su apuesta política, su deseo y expresó su propia mirada e interés, pero lo que estaba al otro lado de la calle, era en buena medida, más bien una población adaptada, de caminar rudo hacia delante, de escupir para el lado, y de importante malestar que acompañaba la sobrevivencia cotidiana.
Además, con baja expectativa de poder cambiar cosas y baja seducción por discursos ambientalistas, humanistas, y socialistas no oficiales.
Todo esto para culminar diciendo que este ciclo político que se abre no es sólo el resultado del avance modernizador, de las nuevas demandas que esto genera, de la irrupción del ciudadano. Y de indudables cambios culturales que está viviendo Chile.
Es también hijo de una historia en el seno de la sociedad, que ha experimentado malestares, injusticia, abusos, acumulados de manera implosiva y trasmitida de costado en muchos espacios.
El movimiento estudiantil es así, por ejemplo, al mismo tiempo, emergencia y expresión de un habla colectiva que viene con la historia y que, en este caso, nunca comprendió que la educación podía ser una cuestión privada de oferentes y demandantes sino que pertenece a la esfera de lo público.