Nadie imaginó que Michelle Bachelet iba a incluir a un parlamentario en su primer gabinete, pero así ocurrió. Ximena Rincón, de la DC, que había sido elegida senadora por la región del Maule para desempeñarse hasta el 11 de marzo de 2018, fue designada ministra secretaria general de la Presidencia.
El nombramiento fue una sorpresa para la directiva de la DC, que a partir de ese momento debió calmar a los múltiples voluntarios que se han ofrecido para reemplazar a Rincón en el Senado.Incluso un par de diputados, reelegidos recién en noviembre y que aún no han asumido su nuevo período en la Cámara, han mostrado su deseo de saltar al Senado.
El interés es explicable, son cuatro años de ejercicio del cargo de senador, y el designado quedaría en posición privilegiada para postular nuevamente.
La práctica de incorporar parlamentarios al gobierno es francamente dudosa.Como se sabe, fue inaugurada en enero de 2009, cuando Bachelet nombró a la entonces diputada Carolina Tohá como ministra secretaria general de gobierno. El partido de ésta, el PPD, designó entonces a Felipe Harboe, que había sido subsecretario de Interior, para reemplazarla en la Cámara.
El gobierno de Sebastián Piñera llevó el procedimiento al extremo. Cuatro senadores dejaron sus cargos para asumir como ministros: Andrés Allamand, Andrés Chadwick, Pablo Longueira y Evelyn Matthei.
Luego de ello, RN y la UDI designaron a sus reemplazantes, tal como lo estableció la malhadada reforma de 2005, que tuvo como principal impulsor al senador Adolfo Zaldívar, entonces presidente de la Democracia Cristiana, fallecido el año pasado.
Esa reforma buscó explícitamente proteger los intereses de los partidos. Hasta ese momento, en caso de fallecimiento, renuncia o inhabilitación de un parlamentario, la Constitución establecía que debía asumir quien había sido su compañero de lista.
Así ocurrió cuando Jaime Guzmán (UDI) fue reemplazado por Miguel Otero (RN), y cuando Jorge Lavandero (DC) fue sustituido por Guillermo Vásquez (PR). A partir de la reforma, el partido respectivo tuvo la potestad absoluta para designar al reemplazante.
Si ya es discutible que un parlamentario se convierta en ministro, lo que pone en entredicho la voluntad de los electores y vuelve borrosos los límites de cada poder del Estado, el procedimiento de reemplazo refuerza la idea de que “los políticos se arreglan entre ellos”.En los hechos, se viola el principio de que todos los miembros del Congreso Nacional sean elegidos por sufragio universal.
Carece de lógica que las reformas constitucionales de 2005 hayan eliminado a los senadores designados y vitalicios, pero a la vez hayan abierto la puerta para que siga habiendo senadores y diputados designados, esta vez por decisión de los partidos. No se ve bien. No huele bien.
Extrañamente, ningún partido ha cuestionado este procedimiento en el contexto de las discusiones sobre la nueva Constitución, y sucede que es uno de los elementos que deben desaparecer.
Algunos sugieren que una solución podría ser que, en el mismo acto de elegir a los parlamentarios, se vote por sus eventuales suplentes. No sabemos si, en estos tiempos, habría muchos interesados en ser candidatos a suplentes, y si tal mecanismo sería claro para el electorado.
La única alternativa irreprochablemente democrática debería ser la convocatoria de una elección complementaria en el distrito o circunscripción que corresponda.
Así era antes de 1973. Eran los ciudadanos los que decidían. Por haber un solo cargo en disputa, los partidos buscaban establecer alianzas naturalmente, y el elegido asumía con la misma legitimidad que los otros miembros del Parlamento.
La DC no tiene más alternativa que resolver el reemplazo de Rincón en el marco de las disposiciones vigentes. Pero el problema de fondo subsiste. No debe haber parlamentarios designados. Ese es el principio que corresponde proteger.
Sería saludable que los partidos se pusieran de acuerdo para eliminar una norma que es definitivamente nociva para el régimen democrático.
Si hay que reemplazar a un parlamentario, por la razón que sea, lo democrático es que se pronuncien los electores.