Hace algunos días, en una entrevista escrita, la senadora electa Jacqueline van Rysselberghe se refirió en los siguientes términos al matrimonio igualitario y a la adopción por parte de parejas del mismo sexo. Dijo.
“Detrás del matrimonio homosexual lo que está es la adopción de hijos. La totalidad o la gran mayoría de los parlamentarios de la UDI están conscientes de que los derechos de los niños están por sobre los derechos de la minoría. Qué culpa tiene un niño de que lo adopte una pareja homosexual. A pesar de que no pueda sufrir ningún menoscabo en su calidad de vida, sí va a sufrir el peso de la discriminación”.
Tales declaraciones obligan a pensar sobre un tema recurrente en nuestro medio, la segregación y su consecuente denegación de derechos. Más específicamente, me refiero a la discriminación hacia la diversidad sexual y la pertinencia de las demandas objetadas por la senadora electa, es decir, que las parejas homosexuales puedan casarse en los mismos términos que las heterosexuales, incluyendo los efectos sobre la filiación.
Firmar un contrato matrimonial y fundar una familia no es simplemente una realidad fáctica que se agota en sí misma. Es, sobre todo, una prerrogativa personal y una libertad fundamental consagrada por normas de derecho internacional e interno.
La Declaración Universal de Derechos Humanos, la Convención Europea, el Tratado Interamericano y el Pacto de Derechos Civiles y Políticos plantean la importancia de esta prerrogativa, estableciéndola como un derecho fundamental.
El artículo 2º de la Ley Nº 19.947 sobre matrimonio civil dispone que la “facultad de contraer matrimonio es un derecho esencial inherente a la persona humana”; además, dice que el juez competente “tomará (…) todas las providencias que le parezcan convenientes para posibilitar el ejercicio de este derecho”.
Para Hannh Arendt se trataba del primero de los derechos. A propósito de la prohibición de contraer matrimonios mixtos (v.gr. entre personas de raza negra y blanca) en los estados sureños de EUA, escribió: “el derecho de casarse con quien uno quiera es un derecho humano elemental”.
Lo que Arendt formuló a propósito de las discriminaciones raciales, hoy cobra relevancia a propósito de la segregación basada en la orientación sexual que pervive en nuestra sociedad.
La demanda de matrimonio entre personas del mismo sexo no hace otra cosa que reafirmar la igualdad jurídica radical entre todos los miembros que componen una comunidad nacional, puesto que queda en evidencia su vocación republicana de extenderse a todas las parejas.
Así, el matrimonio igualitario –según lo indica el profesor Daniel Borrillo– se instituye como una forma de radicalización de la modernidad.
El matrimonio ya no estará cimentado en la diferencia genital de los contrayentes y en las facultades procreativas de los mismos, sino que, bajo la lógica igualitaria, el matrimonio instaura socialmente la unión de dos personas que tienen como objetivo común la solidaridad recíproca sobre la base del afecto mutuo.
El matrimonio entre personas del mismo sexo, como ya se vislumbra, no solo moderniza al contrato matrimonial mismo y su regulación, sino que también la filiación.
Que las parejas homosexuales puedan adoptar niños o acceder a técnicas de reproducción asistida significa distinguir entre filiación y reproducción.
Esta idea, incluso, sirve de base para afirmar la validez de los matrimonios heterosexuales de parejas ancianas o estériles, que bajo la regulación de la antigua ley de matrimonio civil adolecían de un vicio de nulidad, al ser la impotencia un impedimento dirimente (prohibición).
En otros términos, nuestra regulación matrimonial, si bien no es igualitaria, ya descansa sobre los supuestos de la filiación y no de la mera reproducción.
Matrimonio y filiación igualitarios son políticas que rompen con las estructuras de mera tolerancia y avanzan hacia el pleno reconocimiento de otros deseables modelos de vida. El paradigma de la heterosexualidad deja de ser el único que goza del favor del derecho y de la sociedad.
En tal sentido, las palabras de Van Rysselberghe tienen por consecuencia necesaria no la protección de los derechos del niño, sino la perpetuación del status quo discriminatorio.
El eventual bullying que puede sufrir un hijo de padres homosexuales solo se explica por el mantenimiento de las estructuras discriminatorias que la misma senadora defiende de manera oblicua, pues hasta el discriminador advierte que su actitud es políticamente incorrecta y la trata de disfrazar de racionalidad y obsecuencia.
Quien estime a la diversidad sexual como un vicio personal y no como una manifestación de la normalidad en la diversidad, también pensará que la integridad de la infancia es antagonista a la filiación igualitaria, ya que los niños adoptados por homosexuales quedarían a merced de sus taras personales y actividades impúdicas.
Vencido el prejuicio, no hay tal oposición entre los derechos de un menor y la posibilidad de que sea adoptado por una pareja de lesbianas; tal como nadie discute, a priori, que una pareja heterosexual haga lo propio.
Las doctrinas que deniegan la procedencia del matrimonio y filiación igualitarios (para estos efectos encarnados en Van Rysselberghe) se fundan en una lógica moral o religiosa, pero no en una verdadera ratio juris como sería deseable en un debate público.