La derecha ha sufrido una de las peores derrotas de su historia. Gobernando el país y en una fase de crecimiento económico, ha obtenido solo el 37% de los votos con una distancia de 25% respecto de la Presidenta electa Michelle Bachelet quien, además, obtiene mayoría en ambas cámaras.
Sin embargo, el dato electoral, previsible desde antes incluso que Bachelet confirmara su candidatura, no es el elemento más preocupante para una derecha que no gobernaba el país democráticamente desde el gobierno del Presidente Jorge Alessandri, hace más de 50 años.
Lo realmente complejo es que la derecha en el gobierno no fue capaz de construir un relato que la proyectara como un proyecto político nuevo y la fuerza con que el país vivió los 40 años de la instalación de la dictadura sirvieron para demostrar que es una derecha vieja, anclada aún en concepciones autoritarias que se incorporaron en su ADN y de las cuales no logra , y un sector importante de ella, no desea liberarse porque ese pasado es el refugio a los mitos conservadores con los cuales ha construido su identidad.
Cuando Piñera, que no votó por mantener a Pinochet en el poder y es parte de otra historia, intenta dar un golpe de timón y reconoce, con coraje, que en la derecha chilena hay muchos “cómplices pasivos” de lo ocurrido en dictadura, la mayor parte de la esta, y en especial la UDI, vivieron el episodio como una agresión y no como una oportunidad que abría las puertas a una reflexión finalmente liberadora de un pasado que la enorme mayoría del país condena.
Construyeron así, de nuevo después de 40 años, un muro entre la sensibilidad de la población que fue víctima de la dictadura, de sus crímenes y quienes acompañaron a Pinochet desde el mundo civil.
El único atisbo participativo que se ha permitido la derecha, en muchos años, fueron las primarias para decidir su candidatura presidencial.
Sin embargo, este acto fue rápidamente desconocido cuando frente a la inesperada renuncia de Longueira a su candidatura se decide, violando toda mínima norma de convivencia democrática, impedir que asumiera Allamand y se designa a Evelyn Matthei dando una señal de que nada había cambiado y que la hegemonía de la derecha dura estaba intacta.
Paradojalmente, la huella del Presidente Piñera queda nítidamente marcada en esta maniobra que, por cálculo personal y mirando al 2017, apoya a Matthei, hija de un integrante de la dictadura militar, y con ello cancela la credibilidad de su propio gesto con el cual había convocado a la derecha a separarse del pasado dictatorial.
No es extraño entonces que Allamand y otros líderes de RN digan hoy que el principal responsable de la derrota de la derecha es el Presidente Piñera.En él recae la responsabilidad de haber roto ese mínimo de lealtad que su sector había establecido con los 800 mil chilenos que votaron por sus candidatos en la primaria.
Es Piñera el gran enjuiciado y la principal víctima de la derrota porque sale de La Moneda mucho más débil de lo que entró, sin liderazgo alguno en su sector, sin haber construido una nueva derecha y, por el contrario, habiéndole entregado a la UDI y a una candidata que nunca se atrevió durante la campaña a pronunciar siquiera la palabra dictadura, la representación electoral de la derecha chilena.
Esto ha mostrado al país un Presidente con convicciones frágiles, acomodaticias y donde lo que priman en sus decisiones son los cálculos de poder personal, su excesivo individualismo, por sobre el proyecto de crear una derecha que finalmente pueda insertarse plenamente en el ideario, las nomas y los valores de la democracia.
Sin embargo, la derrota tiene causas aún mucho más profundas que las luchas de poder internas y los viejos amarres con el pinochetismo aún latente en su identidad.
La derecha pierde porque no ha comprendido los cambios de subjetividad que se están produciendo en el mundo, porque ha demostrado ser incapaz de leer el significado de los movimientos sociales y los anhelos de participación de una ciudadanía bullente, porque no capta en plenitud que el modelo neoliberal que instalaron durante el régimen militar está en crisis, que los chilenos exigen un cambio más profundo de las estructuras políticas y sociales vigentes y que dichos cambios adquieren en la imaginaria nacional plena legitimidad.
Su derrota electoral es cultural, de sintonía con la población, y las demostraciones de ello son infinitas.
Para enfrentar a Bachelet elaboran una estrategia de “campaña del terror”, respaldada fuertemente por El Mercurio y otros medios, que solo tiene parangón con aquellas de la derecha nacionalista de los años 60 y 70 y de aquella autoritaria de la campaña del SI en el plebiscito y que estaba condenada al fracaso en un Chile donde los mitos, los “cucos”, se han derrumbado en la sociedad de la información.
Presentar, por parte de un ministro de Hacienda completamente desperfilado y una candidata que no fue capaz de instalar ni una sola idea de su programa, la reforma tributaria de Bachelet para financiar la educación y el objetivo de una Nueva Constitución legitimada por las instituciones democráticas y por la ciudadanía, como elementos que provocan la desaceleración de la economía resultó risible y no tuvo eco en el mundo empresarial ni en los electores y al final empobreció el discurso de la propia derecha.
Para intentar mostrar un rostro distinto, Matthei en la segunda vuelta dejó de lado a los partidos y se rodeó de un grupo “de niños bien”, que dicen saberlo todo, que utilizan para hablar al país un lenguaje de códigos cerrados y que intentan instalar una extraña sigla EVOPOLI, que más bien parece el nombre de film de ciencia ficción que uno de un movimiento destinado a socializar con los ciudadanos.
Este intento de la “derecha de elite” también fracasó y en segunda vuelta Bachelet aumentó su ventaja de 22 a 25 puntos de diferencia con Matthei.
Lo claro es que hay un mar entre el mundo ideal de la UDI y las posturas de los ciudadanos del Chile del segundo decenio del siglo XXI.
La UDI y su candidata rechazan el aborto terapéutico, que existió en Chile por sesenta años, el matrimonio igualitario e incluso el AVP, se oponen al cambio del binominal y a una Nueva Constitución, a la educación gratuita y de calidad para todos, a una política ambiental coherente, a una reforma a las AFP y a las ISAPRES, es decir, a todas las aspiraciones que mayoritariamente recorren la sociedad chilena.
Una candidatura conservadora, alejada de esta manera de la subjetividad mas libertaria y de cambio de la sociedad, no podía siquiera pretender ganar estas elecciones y de allí que la derrota de la derecha no sea solo un dato electoral relevante sino un dato de época que probablemente hará que si la derecha no cambia su relato, no se actualiza, no saca sus fantasmas del armario, no comprende el mundo veloz en que vivimos, puede pasar un largo período en la historia del país en que no logre constituirse en alternativa de gobierno.
Las señales que manda después de su derrota son lamentables. Al parecer se ha iniciado ya la larga noche de cuchillos largos anunciada por el Presidente, acusaciones contra Piñera y su gobierno que provienen de ambos partidos de la alianza, llamados a restablecer la “verdadera” identidad de la derecha, auto reconocimiento de que no tiene cultura de gobierno y el éxodo de parlamentarios y dirigentes.
Ello se acentuará con la salida de Piñera del gobierno dado que el Presidente ya ha anunciado que pretende crear un nuevo referente que seguramente piensa servirá de base a una eventual postulación presidencial el 2017.
Comienza el “vía crucis” de la derecha que no porta justamente una cruz de esperanza sino más bien una carga de integrismo y cierre intelectual al cambio que es nocivo para el país.