Pasaron ya las elecciones presidenciales. Y uno de los fenómenos que se han tomado la discusión pública, por su carácter llamativo y sintomático, ha sido la alta abstención. Algunos intentan explicarla diciendo que la gente no vota porque está demasiado conforme como para que el resultado le importe. Desde el otro extremo, la abstención es un acto consciente de disconformidad con el sistema, el cual no se está dispuesto a legitimar votando.
Intentaremos a través de estas líneas aportar elementos para un análisis menos reduccionista y más profundo, mirando los votos y la historia reciente.
Hasta las elecciones del 2009 tanto Concertación como Alianza venían obteniendo ambas un aproximado de 3,5 millones de votos. Evelyn Matthei experimentó una enorme fuga, obteniendo casi la mitad de esa cifra. Sin embargo, también debe considerarse que Michelle Bachelet, aún con el apoyo del PC y otras fuerzas distintas al arco histórico de la Concertación, solamente mantuvo la votación histórica. Por lo tanto, la abstención no se explica únicamente por la “fuga” de votantes de derecha, como han deslizado algunos analistas.
Por otra parte, al igual que a aquellos que se abstuvieron, también es preciso preguntarse quiénes son los que sí votaron. Hace unas semanas un reportaje sobre la primera vuelta mostraba que en las mesas nuevas (votantes que antes no estaban inscritos), la abstención fue casi de un 73%.Es decir, solamente uno de cada cuatro de los nuevos votantes fue a sufragar.A esto cabe agregar que en dichas mesas los resultados fueron muy distintos, con Bachelet y Parisi peleando palmo a palmo el primer lugar con cifras cercanas al 25%.
Sumando ambos elementos, la conclusión parece clara: ambas candidatas obtuvieron sus votos desde su base histórica. Quienes sufragaron son, en su gran mayoría, los mismos que lo han venido haciendo desde 1988 en adelante.Aquellos que identifican en el hecho de votar un deber moral, y para quienes aún hace sentido la dicotomía democracia/dictadura, cuyas vidas se vieron suficientemente comprometidas como para que esa distinción siga siendo central 23 años después.
Por contrapartida, la mayoría de los grupos sociales e identidades protagonistas de la pos-dictadura, no acudieron a las urnas. Esto, a pesar del famoso “fenómeno Bachelet”, y de que se enfrentaban proyectos que (al menos en el papel) guardaban mayores diferencias que las que vimos en elecciones pasadas.
Y es que cuando la política se reduce a convocatorias, a “expertos” que defienden una ideología no electa por nadie, cuando los asuntos públicos desaparecen de nuestras vidas, cuando nuestra posibilidad de educarnos depende más del dueño de la Universidad que del Estado, cuando el paseo del fin de semana depende más de Horst Paulmann que de las ya inexistentes plazas, entonces la “fiesta de la democracia” termina reducida a lo mismo que cualquier otra fiesta: un día donde nos juntamos, la pasamos bien, y al día siguiente todo sigue igual.
Esto se expresa con claridad en aquella recurrida frase “salga quien salga, mañana hay que trabajar igual”. Si durante todas nuestras vidas nos inculcan un individualismo a toda prueba, si nos dicen que la competencia es el motor principal y por lo tanto el esfuerzo individual es la única herramienta que importa, ¿qué incidencia puede tener una elección que afecta a todos y no sólo a mi?
A raíz de la abstención, también se ha planteado una discusión sobre si el gobierno de Bachelet es menos “legítimo” que los anteriores. Más allá del oportunismo de una derecha que busca ganar aun habiendo perdido (ampliamente), una mirada de largo plazo nos da cuenta de que la institucionalidad como conjunto, el binominal de Pinochet, las discusiones secuestradas por la tecnocracia, y por sobre todo el actual sistema de partidos, no dan el ancho para procesar el conjunto de demandas sociales que han emergido.
La respuesta de nuestra clase política ha estado lejos de hacer la necesaria autocrítica, centrando únicamente la discusión en el voto obligatorio, que ha terminado siendo la mejor forma de esconder la basura debajo de la alfombra.
El ejercicio real de la democracia no se basa únicamente en sus aspectos formales, sino en la existencia de un tejido social constituido, organizado, que pueda ser parte de la discusión política. Lo que tenemos hoy en cambio es una separación brutal entre partidos políticos y todo actor social que no sea el empresariado. La reconstrucción de lo público pasa a ser la tarea central si queremos una democracia verdadera, donde los ciudadanos no solamente participen por decreto, sino porque efectivamente hacerlo es importante para sus vidas.
Hoy lo fundamental es abrir los espacios a la participación democrática, y por sobre todo, desmercantilizar la vida, los derechos sociales básicos, para recuperar soberanía sobre nuestras propias vidas y que los principales asuntos del país vuelvan a ser parte de la discusión política y no de la decisión de un puñado de empresarios y sus brazos “técnicos”.
La educación entrega una oportunidad perfecta para aquello: no existe reforma educacional posible sin que sea diseñada en un espacio con presencia e incidencia directa del movimiento social por la educación y sus organizaciones y actores involucrados, que son quienes han hecho posible que, 23 años después, el clivaje central de la política chilena ya no sea democracia y dictadura: hoy lo que más marca diferencias es derechos versus negocios. Ese es quizás el gran triunfo del movimiento social por la educación en estos años.