Hay derechos que no sirven para nada. Son como una cáscara vacía. Como el derecho a la libre expresión, cuando una persona no tiene condiciones materiales que le permitan pensar en algo más que subsistir. Por eso en 1949 el británico T.H. Marshall acuñó la idea de “ciudadanía social”.No es posible, decía, participar de las decisiones colectivas si no se tienen satisfechas ciertas condiciones mínimas, derechos “habilitantes” de otros derechos.
Para hacer posibles los derechos civiles y políticos, es necesario satisfacer primero derechos sociales. De lo contrario, los primeros se convierten en derechos meramente en el papel.
En el marco del actual debate sobre cambio constitucional en Chile, los derechos económicos, sociales y culturales han vuelto a la agenda política. Están ahí porque son percibidos como una deuda del país, que no ha revertido lo suficiente los legados institucionales y económicos de la dictadura.
Si por alguna razón alguien no puede procurarse su subsistencia en el contexto del mercado, parece razonable pensar que hay injusticia en dejarlo morir de hambre o frío, o en negarle la penicilina.La justicia social es una intuición que la mayoría de las personas en Chile percibe como un deber del estado.
El programa de gobierno de la Nueva Mayoría se hace cargo de esta demanda cuando propone una nueva constitución en la que confluyan las tradiciones liberal, democrática y social.“La nueva constitución deberá consagrar un estado social y democrático de derecho, que asume los derechos económicos, sociales y culturales como verdaderas obligaciones de la actividad estatal, para asegurar mínimos de igualdad social para un disfrute efectivo de todos los derechos”, dice el programa.Agrega que el estado social “protege el goce efectivo de derechos económicos, sociales y culturales”.
Aunque muchos estarán de acuerdo con estos principios, los problemas surgen a la hora de ponerlos en práctica.
¿Hasta dónde puede un país con recursos limitados comprometerse a satisfacer necesidades materiales?
¿Sería una amenaza a la responsabilidad fiscal consagrar estos derechos en la Constitución y permitir que los jueces asignen gastos por la vía de recursos de protección, desordenando la Ley de Presupuesto aprobada en el Congreso?
El tema es complejo, y por lo mismo los ciudadanos debemos hacernos parte de el.Es demasiado serio para dejárselo a economistas y abogados.
En primer lugar, hay una clara vinculación entre estos derechos y la calidad del sistema político.Es necesario fortalecer los derechos para mejorar la legitimidad de la representación política. La crisis que hoy viven Chile y América Latina se basa en los “abusos” del sistema económico y la percepción de que las instituciones políticas no hacen más que perpetuarlos.
Los derechos económicos, sociales y culturales son una necesidad para una noción democrática de ciudadanía, como señaló en su informe del 2004 el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo. Por eso, el tema debe preocupar a la ciencia política y a los políticos.
Segundo, ¿quién debe velar por el cumplimiento de estos derechos? ¿Corresponde que estén en la Constitución? En teoría, los temas redistributivos deben discutirse en un foro político representativo que permita la deliberación democrática. Ese foro es el Congreso nacional.
La legitimidad democrática para definir el gasto público está en el parlamento y no en los tribunales. Sin embargo, vemos que las instituciones públicas, incluido el parlamento, suelen replicar las desigualdades sociales.
En Chile, a los problemas de vivir en la región más desigual del mundo se suma el tener un Congreso elegido con un sistema ilegítimo: el binominal.Como ha señalado Domingo Lovera, hay una correlación entre desigualdad económica, social y cultural, y desigualdad política.
En tercer lugar, si se trata de generar una sociedad más justa parece que no basta con enumerar derechos en la Constitución. Esa es la crítica del argentino Roberto Gargarella a los reformadores “progresistas” de América Latina, que se han dedicado demasiado a incorporar derechos sin abordar la distribución de poder que se expresa en la parte orgánica de las cartas fundamentales.
Las declaraciones que hacen las constituciones latinoamericanas respecto de los derechos sociales, dice Gargarella, chocan con estructuras que concentran el poder y convierten esas declaraciones en letra muerta. Una parte de la constitución se vuelve contra la otra.
En consecuencia, si bien la justicia puede tener un papel positivo en la defensa de derechos económicos, sociales y culturales, las medidas redistributivas deben estar garantizadas en última instancia a nivel político.
Ello requiere un cambio de reglas del juego que empareje la cancha tanto a nivel de relaciones económicas, sociales y culturales como de la distribución institucional del poder político.
Un primer paso en esa dirección sería instaurar en Chile una Defensoría del Pueblo, institución que ha sido exitosa, en otros países, defendiendo los derechos de las personas y ayudando de paso a fortalecer la legitimidad de las instituciones públicas.