A raíz de las múltiples y transversales declaraciones sobre la importancia de haber recuperado la democracia hace 25 años, pareciera haber consenso sobre su deseabilidad a la hora de construir una sociedad, hecho que debiese llenarnos de alegría a todos quienes nos consideramos demócratas.
Pese a toda esta euforia pro democracia, vino a mi mente una de las tantas discusiones de política universitaria con mis compañeros más radicales. En esta conversación ellos plantearon que si bien participaban de las elecciones democráticas, sólo veían la democracia como un medio pero no como un fin, dado que su fin era mayor.
Esta conversación de hace un par de años, hizo cuestionarme qué entendemos realmente los chilenos por democracia, y si nuestra clase política que se define como tal, comprende realmente lo que es un régimen democrático.
Tengo la impresión que hay una parte no menor de la sociedad que concibe la democracia simplemente como un mecanismo electoral para la toma de decisiones, sin comprender que la génesis y espíritu de la democracia moderna van mucho más allá.
Tanto en la revolución francesa como en la revolución americana la democracia se entendió como una forma de vida, una manera de hacer sociedad, de producir y dar vida a lo común. El voto sólo era un hito en la vida democrática, lo que realmente importaba era el significado de “una persona, un voto”, dado que esta simple regla ponía a los hombres en igualdad de condiciones, los reconocía como iguales en la diversidad.
Los dos elementos claves e indisolubles en ambas revoluciones fueron la libertad y la igualdad, conceptos que hoy parecen estar en las antípodas de la política en nuestra sociedad. Pero en ese contexto era impensado comprender la igualdad de los hombres sin antes apelar a la libertad de las antiguas estructuras sociales, a la emancipación de las ataduras heredadas.
Esta igualdad no era una igualdad absolutista, sino una igualdad que reconocía a los seres humanos como semejantes, independientes y ciudadanos. Mientras que la libertad apuntaba a que todos los hombres nacemos libres y somos dueños de nuestro destino, eliminando todo posibilidad de sometimiento.
De esta mezcla perfecta entre igualdad y libertad se desprenden 3 de los mayores legados para la humanidad: los derechos del hombre, el libre acceso a los mercados y el sufragio universal.
La democracia como la sociedad de los semejantes nace de la indignación ante una clase de privilegiados, quienes se consideraban de una “raza” superior que les permitía gozar de privilegios fiscales y derechos exclusivos o barreras comerciales/profesionales, lo cual heredaban generación en generación.
Si bien el contexto es completamente distinto, hay una palabra clave que se repite en nuestros días, indignación. Y si escarbamos en la génesis de dicha indignación, las razones no son tan diferentes: sentimiento de injusticias, clases privilegiadas y condiciones desiguales.
Es cierto, hoy no se le rinden tributos a ciertas personas por ser de una “raza” diferente, ni tampoco existen títulos nobiliarios que hacen a cierta personas acreedoras de ciertos derechos exclusivos, y en teoría existe el libre comercio para poder intercambiar bienes en igualdad de condiciones.
Sin embargo, los datos empíricos sobre movilidad social en Chile nos muestran que por ejemplo, si naciste en un hogar perteneciente al 10% más rico de la población tienes un 60% de probabilidades de mantenerte ahí, mientras que si naciste en el 10% más pobre la probabilidad de no salir de este grupo es de un 67%. Es decir, vivimos en una sociedad hereditaria de privilegiados y condenados.
Luego, alguien dirá: “sólo es un tema de probabilidades, no hay ninguna barrera legal que impida la movilidad social”. Es cierto, pero eso es tapar el sol con un dedo, porque todos sabemos, aunque haya muchos que no lo quieren ver, que implícitamente el sistema en su conjunto posee barreras estructurales a la movilidad social y al resguardo de privilegios.
¿Creemos realmente en la democracia?