La discusión que tiene lugar en Chile sobre diferentes temas denominados “valóricos”, en la que en realidad las supuestas “razones” que esgrimen los sectores más conservadores no son otra cosa que la expresión desembozada de sus propios prejuicios, recuerda otras discusiones y hechos que han tenido lugar en el pasado y que vale la pena tener siempre en cuenta.
Por ejemplo, los argumentos que se dieron en Chile en su momento en contra de la creación de los cementerios laicos, que según estos defensores de la santa religión iba a provocar una “promiscuidad entre los muertos”, cuestión que hasta ahora al parecer no se ha producido.
El sentido común tiene una difícil tarea cuando es obligado a intentar un diálogo con los iluminados que se comunican por teléfono directo con Dios y que observan el mundo desde una creencia que por nada del mundo estaría dispuesta a ponerse en cuestión.
Por eso, observados desde la historia, estos prejuicios conservadores dan para un libro entero. En Francia, Jean Milton, un funcionario de la iglesia demasiado convencido del poder de sus creencias, frente a una plaga de gusanos que asolaba a los vecinos de Villenoxe, pronunció la siguiente sentencia: “Le exigimos a estos gusanos retirarse en seis días; en caso de no hacerlo, los declaramos malditos y excomulgados”.
De seguro que los pobres gusanos terminaron en el infierno, tal como le ocurrirá en Chile a todos los que pretendan apartarse de la postura ultra-católica frente al aborto, fundada según se sabe, en la buena doctrina de un mandato divino.
Y la obligación de mantenerse firme y sin desviaciones respecto a las sabias enseñanzas de la Iglesia no debe caer en debilidades, porque como lo afirma sin medias tintas Ferdinand Brunetière en su “Discurso de combate” de 1903, “El herético es el que tiene una opinión”.
Idea que ha hecho su camino en la iglesia desde remotos tiempos, como lo demuestra la bula del 15 de julio de 1520 en la que León X nos ilumina, enseñándonos que “es una herejía enseñar o creer que quemar a los heréticos es contrario a la voluntad del Espíritu Santo”.
Esta fe ciega, tan característica de los creyentes fanáticos, hace prácticamente imposible la discusión. Los Papas en ciertos asuntos han sido particularmente seguros de sí mismos, como lo demuestra esta condenación de la Enciclopedia de Diderot, por parte de Clemente XIII : « Por tanto, nosotros, que Dios ha establecido como guardias y centinelas sobre los muros de Jerusalén, bajo las mismas penas de excomunión y de suspensión respectivamente, ordenamos a todos y a cada uno de los fieles, que tuviesen en su casa la dicha obra o entre cuyas manos pudiese esta caer posteriormente, que desde el momento en que tengan conocimiento de estas obras, se las vayan a entregar a los ordinarios de sus lugares, o bien a los inquisidores de la fe o a sus vicarios, los que se encargarán de quemar de inmediato los ejemplares que les sean entregados” (Clément XIII, Condamnation de l’Encyclopédie, 3 septembre 1759).
Nuestro Cardenal Medina, que en su momento excomulgaba a los descarriados que bailaban la Lambada es un perfecto representante de este espíritu inquisidor.
Pero la ceguera religiosa muchas veces raya en la estupidez como lo demuestran estas frases de Monseñor Pie citadas por R.P. Huguet en La dévotion à Marie en exemples, (1868) : « Nadie merece el título de peregrino devoto de Nuestra Señora, si no lleva con él una imagen bendita de la santa reliquia : preservativo seguro, escudo impenetrable, detrás del cual los caballeros no temen ni hierro ni acero ; hasta tal punto que es observado en ciertos discursos sobre los duelos que aquél que está premunido de una tal ventaja debe advertir a su contrario porque la partida deja de ser igual ».
Lo más probable es que muchos de estos portadores de la imagen de la Virgen hayan terminado bastante agujereados, pero eso no habrá alterado ni un milímetro la certeza del curita. Es con este espíritu que el fanático entra en la discusión: el oponente es un pobre tipo que no habiendo recibido el don de la fe, está necesariamente descarriado en sus ideas, no cuenta con la protección del Espíritu Santo y por algún medio – que no siempre ha sido legal ni santo – habrá que hacerlo entrar en “la doctrina verdadera”.
¿Cómo una persona llena de dudas y de asombros frente al gran misterio del universo, y dentro de éste, al insondable abismo de la vida, podrá medir sus argumentos con la absolutez impenetrable del que posee una verdad que Dios mismo le ha revelado y que le dicta de manera segura lo que hay que hacer y no hacer?
¿Cómo dialoga la duda con la verdad absoluta? Difícil tarea. Por el momento, en Chile la partida la ha ganado el sectarismo y el conservantismo liderado por un Dios demasiado rígido.
Mañana quizás se abran otra vías para entrar en el mundo de los hombres y nada más que hombres, de lo humano, demasiado humano. Entonces, quizás, podremos comenzar a discutir sobre los “temas valóricos”.