Aunque gran parte del debate político en la presente campaña presidencial y parlamentaria se ha centrado en la necesidad o inconveniencia de reformar o sustituir directamente la Constitución de 1980, llama la atención que uno de los principales órganos establecidos por la dictadura para controlar a los “señores políticos” no forme parte de las propuestas en discusión.
En efecto, el Tribunal Constitucional, que no es elegido democráticamente, tiene la facultad de revisar las decisiones del Congreso Nacional e incluso algunas de las determinaciones del Poder Judicial y del propio Ejecutivo.
A su vez, los fallos del Tribunal Constitucional no admiten ningún tipo de recurso de apelación y la única posibilidad es la reconsideración de sus fallos. Es decir, el TC está sobre los poderes clásicos del Estado, no tiene control ni está sujeto a fiscalización.Y al estar sobre los poderes se le puede considerar como un organismo superpoderoso.
Pero ningún candidato ha planteado su reforma dentro de los aspectos centrales de sus programas de Gobierno. Es como si hubiera sido dejado de lado a propósito.Como si de tan poderoso se hubiera vuelto invisible, sin que nadie discuta la relevancia de su labor como contralor de las leyes despachadas por el Parlamento, los decretos del Ejecutivo, los autos acordados del Poder Judicial y hasta actuar de árbitro en caso de discrepancias entre los poderes del Estado.
Muchas otras naciones, desarrolladas y del Tercer Mundo, veinticinco en total, poseen organismos con funciones similares, por lo que cabe la posibilidad de que cumpla un rol imprescindible, pero la peculiaridad del TC chileno es que no es elegido directamente por el pueblo y que está integrado exclusivamente por abogados.
O sea, además de no tener un origen democrático es discriminatorio en su composición.Cualquiera de estas dos razones justificaría una mayor preocupación respecto a la posibilidad de conservar esta entidad.
Ya se hizo una reforma al TC dentro de las modificaciones constitucionales del 2005.Antes tenía siete miembros y dos de ellos eran elegidos por el Consejo de Seguridad Nacional, tres por la Corte Suprema, uno por el Presidente de la República y otro por el Senado. Después del 2005 se elevaron sus integrantes a diez. Tres electos por la Corte Suprema, otros tres por el Primer Mandatario, dos por el Senado y los dos restantes por la Cámara de Diputados. Ni siquiera tienen mayoría los componentes electos por las ramas del Legislativo, que en teoría poseen la representación de la ciudadanía.
A pesar de estas evidencias, el TC ha logrado mantenerse al margen del debate constitucional, como si no fuera parte central del andamiaje levantado por Pinochet para asegurarse que su modelo no sea alterado en lo esencial por los partidos políticos.
¿Qué ocurriría el día de mañana si -política ficción mediante- un gobernante cualquiera quisiera convocar a un plebiscito para reformar la Constitución y el TC dictamina que ese acto es inconstitucional?
¿Qué pasaría si un Gobierno determinado propusiera renacionalizar la minería o derogar el Decreto Ley 600 que establece el Estatuto de las Inversiones Extranjeras y el TC rechazara dicho paso por trasgredir el ordenamiento constitucional?
Si el Parlamento, aun por la unanimidad de Senadores y Diputados, quisiera legislar sobre el matrimonio homosexual, perfectamente el TC podría anular una ley de esa naturaleza, y ante ninguna de estas decisiones -que emanarían claramente de una voluntad popular que otorgue piso político a cualquiera de estos actos- cabe la posibilidad de reclamar porque el TC es superpoderoso y no necesita ser sensible ante la soberanía.
Si vamos a debatir entonces sobre las reformas constitucionales necesarias, aunque sea para dejar la Carta Fundamental tal cual está, sería bueno no olvidarse del TC.