¿Subir los impuestos a los más ricos, entregar educación y salud gratuita de calidad para todos, recuperar las riquezas naturales (agua, cobre), vivienda y trabajo digno, previsión solidaria, todo entendido como un servicio y no como negocio?
Requerimientos básicos para enderezar rumbos y tener un Chile más igualitario. Todo esto ha sido imposible hasta ahora.
¿Por qué? Porque la Constitución hecha a espaldas nuestras, a la medida del capitalismo salvaje del que fuimos conejillo de Indias en 1975, nos dejó una camisa de fuerza bien apretada para que no pudiéramos salirnos del modelo.
Su cerebro gris fue Jaime Guzmán, quien copió la Carta de la dictadura de Franco en España, y en una versión ampliada y mejorada la aplicó aquí, en un Chile en “estado de shock” tras el golpe militar, como dice Naomi Klein. Es decir, se trata de una Carta Fundamental imposible de imponer sin dejar miles de torturados, desaparecidos y muertos detrás.
Que hay que reemplazar la Constitución por una nueva, que refleje la voluntad de la gran mayoría de los chilenos, es una exigencia que hoy emerge de la ciudadanía y que nadie puede ya acallar.
Algunos piensan aún que se podría modificar nuevamente, pero ¿cómo cambiar una Constitución hecha para no ser cambiada en su esencia?
Porque según los mecanismo que ella misma establece, se requiere el voto favorable de tres quintas partes de los diputados y senadores en ejercicio: 72 diputados (de 120) y 23 senadores (de 38). El haber sacado el sistema binominal de la Carta en la reforma de 2005 no ayuda mucho porque sigue rigiendo y se mantiene para ciertos temas esenciales (como “bases de la institucionalidad”), en los cuales se requieren aún más altos quórums: dos tercios de ambas cámaras, 80 diputados y 25 senadores.
Según Fernando Muñoz, abogado constitucionalista doctorado en Yale, esto se complica más porque como el Senado se renueva cada cuatro años, quedarían 9 senadores de derecha hasta 2018, por lo que la oposición en las elecciones de noviembre próximo debiera obtener 80 diputados y 16 senadores para no tener que negociar los cambios fundamentales con la derecha, como ha sucedido sin éxito hasta ahora.
Tengámoslo claro: ninguna reforma hoy, con la Constitución actual y con los quórums que exige para los cambios de fondo, puede ser aprobada sin el consentimiento de la derecha pinochetista todavía en el Parlamento gracias al sistema binominal.
Entonces, lo que hay que hacer no es modificar la Constitución sino reemplazarla por una completamente nueva. Y para esto, hay que recurrir al otro mecanismo democrático: el plebiscito.
¿Qué no se puede hacer bajo las disposiciones de la actual Constitución? Por supuesto que Guzmán puso todas las dificultades para que esto no fuera posible, salvo para cuando existiera discrepancia entre el Ejecutivo y el Legislativo.
Prestemos atención entonces a la salida del túnel que propone otro abogado constitucionalista, Fernando Atria, doctorado en la U. de Edimburgo, del comando de Bachelet, que el nuevo Presidente (a) llame a plebiscito mediante un decreto-ley preguntando si se quiere una Asamblea Constituyente vinculante (que comprometa), para elaborar una nueva Constitución.
En su país, el diputado Andrés Eloy Méndez, del Partido Socialista Unificado de Venezuela, que estuvo recientemente entre nosotros, contó que cuando en 1998 convocaron a plebiscito para hacer una Asamblea Constituyente que cambiara la vieja Constitución, se basaron en el primer párrafo de ésta que dice que la soberanía reside en el pueblo.
Como el pueblo es quien decide, se convocó a un referéndum preguntándole si quería una Asamblea Constituyente vinculante y quiénes deben integrarla. Y tras el triunfo, elaboraron una Constitución (1999), con participación de todo el espectro social y político venezolano. Cuando estuvo lista, otro plebiscito debió aprobarla.
Parece simple, pero claro, ellos contaban con el respaldo de las Fuerzas Armadas y del gran apoyo electoral del fallecido presidente Hugo Chávez, en elecciones reconocidas por observadores internacionales y realizados por un Poder Electoral autónomo y un irrefutable sistema electoral.
Los chilenos somos menos asertivos, más complicados y legalistas. Incondicionales a toda norma escrita, aunque sea por algún vivaracho.
Entonces, y siguiendo al constitucionalista Atria, cumplamos la voluntad soberana por ese camino, el del decreto, que está entre las atribuciones presidenciales y por tanto, es legal. Si el Parlamento no lo objeta, pues entonces, ¡allá vamos con nuestro referéndum!
Pero para eso, debemos ganar con amplia mayoría las próximas elecciones parlamentarias del 17 de noviembre, que vienen juntas con las presidenciales. Lo que más necesitamos ahora es ganar las primarias y luego, un Parlamento para Bachelet.
¡Manos a la obra!