Corría el año 1992 cuando un ciudadano norteamericano de origen japonés, Francis Fukuyama, publicaba su texto “El fin de la historia y el último hombre”. De manera algo soberbia, el politólogo Fukuyama sostenía que estábamos en presencia del fin de las ideologías, que era el ocaso de las controversias y luchas ideológicas. Al mismo tiempo, auguraba un futuro pavimentado por una economía capitalista y sustentado en una política cuyo eje central fuese el libre mercado.
Posiblemente, la caída del muro de Berlín algunos años antes, su interpretación y generalización algo simplista de este impactante hecho y su no disimulada tendencia neoliberal y conservadora, lo llevaron a plasmar una hipótesis en la que cometió un evidente fallo científico-metodológico al confundir deseos con realidad, o dicho de otra manera, al confundir lo que a él le gustaría que las cosas fueran con lo que las cosas realmente son.
Concretamente, no sólo su propia afirmación y postura eran en sí mismas ideológicas, lo que ya implicaba una contradicción inherente a su tesis, sino que además, la historia de los 20 años posteriores a su rimbombante predicción han demostrado que ha sido, precisamente el intento de despliegue y omnipresencia del neoliberalismo, lo que ha puesto nuevamente en primer plano la realidad e importancia de los debates acerca de los distintos proyectos de sociedad, esto es, la vigencia de lo ideológico.
En efecto, de manera creciente puede observarse una situación en diferentes partes del mundo que evidencia una tensión, cuando no conflictos sociales manifiestos, entre quienes quieren que el actual sistema mundial siga igual o se refuerce, favoreciendo a unos pocos y en medio de desigualdades abismantes y quienes aspiran a una transformación social que se plasme en otra realidad socio-económica y en un nuevo marco valórico-cultural en que la justicia y solidaridad desplacen a las aspiraciones sin límites y a la competencia individualista.
Una ilustración y antecedente no despreciable de lo anterior, me parece que lo constituye el actual punto de inflexión al que está llegando nuestro país a propósito de las alternativas que tendrán que enfrentar los ciudadanos en las próximas elecciones presidenciales y parlamentarias.
Tal como lo hemos expresado en columnas anteriores en este mismo espacio y más allá de lo meritorio y exitoso de la transición chilena en lo institucional y político, resulta difícil negar que pareciera estarse agotando la tolerancia y paciencia de la mayoría de los chilenos frente a la falta de voluntad política y acciones concretas que conduzcan a cambios en el sistema socio-económico actual, el que ha estado básicamente inspirado en una economía neo-liberal con clara preeminencia y excesos del mercado y del poder económico.
Los ya conocidos abusos y las significativas inequidades, son claramente consecuencia de esto y no se solucionan mirando para el lado y/o administrando lo que existe con tangenciales e inocuos intentos de ser más “eficientes” en determinadas áreas, con bonos tales o cuales y con permanentes y cansadores anuncios que nunca se concretan.
Es imprescindible abrir un sincero, necesario y saludable debate ideológico en el país, en el que todos nos sinceremos sin temor a que nos tilden de esto o lo otro y a través del cual las diferentes candidaturas, coaliciones y partidos políticos expliciten y difundan exhaustivamente su visión de la sociedad chilena y sus propuestas en relación al futuro.
Si el país no hace esto, terminaremos discutiendo estas o aquellas cifras, volverán a marearnos con los equilibrios macroeconómicos (en medio de una crisis de credibilidad de las estadísticas), nos vanagloriaremos del mayor número de empleos en medio de sueldos vergonzosos y con insuficientes leyes laborales, seguirán los espectáculos que devastan la política y a los políticos sin terminar con el binominal, en fin, terminaremos siendo cómplice de que todo siga igual, haremos una afrenta a la democracia y posiblemente se llegará a una cristalización de los conflictos sociales.