En un pasaje de su libro “Secretos de la Concertación” Carlos Ominami se refiere a los miedos. A los temores que a cierta elite opositora le incentivaron por dos décadas a buscar acuerdos a todo evento. “¿Cuántas veces se me enrostró, frente a la defensa de un punto de vista, que por mi intransigencia iba a pasar esto o aquello?…. Frente a esas presiones, las convicciones tambalean. La estabilidad, la gobernabilidad como bienes superiores son argumentos poderosos. No es fácil resistirse a ellos. Así se hicieron esos veinte años de transición”,reflexiona el ex ministro y ex senador.
No es primera vez que leo tal tesis. Que los líderes de la Concertación habrían cargado sobre sus hombros el recuerdo de los horrores vividos, derrumbe de la democracia mediante. Resultado sicológico, evitar el conflicto. Resultado práctico, buscar el consenso. Con leyes de quórum calificado y subsidiada por el sistema binominal, la derecha se aseguraba así desterrar cualquier indicio de cambio profundo al modelo social, político y económico instaurado bajo dictadura.
Es posible. Pero personalmente creo que también hubo muchos concertacionistas que nunca cargaron con ese lastre. Los que desde un principio se sintieron a gusto con la idea de una sociedad de mercado, que no es lo mismo que una sociedad con economía de mercado como bien aclara Ominami.
La retrospectiva sobre la “obra” de la Concertación no es nueva.
En 1997, a 10 años del triunfo del No, fue centro del debate interno del oficialismo.Los críticos hablaron de la necesidad de cambiar el rumbo y por la prensa fueron calificados caricaturescamente de “autoflagelantes”. En la vereda opuesta, con el mote de “autocomplacientes”, se instalaron los orgullosos -a todo evento- del camino recorrido.
Hoy renace la discusión a la luz de las masivas movilizaciones de 2011 en adelante.
Por un lado están quienes consideran que los ciudadanos (consumidores, más bien) están disconformes porque no han accedido a una tajada de los bienes que promete la sociedad de mercado (Golborne, Allamand, Parisi, Velasco).
Por el otro, los que creen que nuestro Chile carece de una institucionalidad que le fortalezca como sociedad justa y democrática de verdad, y donde la economía es una variable importante, pero una más (Enríquez-Ominami, Orrego, Gómez, Ruz, Claude, Miranda).
Y en el medio Bachelet, con algo de ambos mundos y donde ser de izquierda ya no significa lo de antes. Porque en pro de la estabilidad a todo evento muchos de los líderes de este sector se convirtieron en virtuales celadores del modelo pinochetista.
Defensores de esa institucionalidad de la que habló Lagos, dispuesto a poner su firma sobre la remozada, más no reemplazada, Constitución del dictador. De antología su frase: “Chile cuenta desde hoy con una Constitución que ya no nos divide… Tenemos hoy una Constitución democrática y tiene que ver con los reales problemas de la gente”.
Es a este Chile al que llega Bachelet.
Para comprender mejor sus intenciones, escuché atentamente el discurso que dio el mismo día de su arribo al país, en el centro cívico de El Bosque. Es más, lo he leído varias veces en estos días. Porque ese primer mensaje es vital para ir develando el calibre real de sus intenciones transformadoras.
Sobre la elección de la comuna dirigida desde 1991 por el socialista Sadi Melo (guiño a la izquierda tradicional ) y donde vivió en sus años de infancia (mensaje a la clase media para disputarle puntos al niño símbolo de la meritocracia aspiracional que es Golborne) ya se ha dicho suficiente.
Me interesa otra parte de su relato. El de la desigualdad.
Fue aquí donde dejó la sensación de aludir esencialmente a la de corte económico: “brechas salariales”, “abuso de empresas que estafan a sus clientes”, “letra chica que afecta consumidores endeudados”, “cambios unilaterales de planes de salud”, “regiones postergadas por el centralismo” (entendemos productivo), “diferencia de remuneraciones entre hombres y mujeres”, “impotencia de los trabajadores que no pueden negociar colectivamente” y “una clase media cada vez más afectada por altos pagos en educación, vivienda y salud” concentraron su discurso.
Solo escaparon a esta mirada principalmente material las referencias a “los derechos sexuales y reproductivos de los hombres y mujeres” y a “las condiciones de vida y los derechos de nuestros pueblos originarios”.
Ya lo han dicho varios. Si la igualdad de la que habla Bachelet se refiere en esencia a la del tipo económico, no avanzaremos mucho en los cambios que se requieren con urgencia.
Porque Chile sí quiere redistribución. Pero no sólo de la riqueza, que es la base de su mensaje –previamente elaborado- del miércoles y donde los que debieran ser reconocidos como derechos se plantean como bienes y servicios de consumo en un mercado que elige a quien se los entrega, según su poder adquisitivo.
En este particular mundo las becas, los bonos y los vouchers son bienvenidos en educación, salud, previsión social, vivienda, electricidad, agua potable y en cualquier otro bien o servicio esencial para que el ciudadano viva dignamente. Donde dineros públicos se transfieran a un concentrado (y poderoso) sector privado controlador de la educación, la salud, la previsión social… Pero de cambiar el modelo de sociedad de mercado, ni hablar.
Por ello, la verdadera redistribución que requiere Chile es la del poder.
Hoy tal es la madre de todas las batallas y donde la Concertación está al debe. Escasos avances en plebiscitos vinculantes o referéndum revocatorios, mantención del sistema binominal y mínimos pasos para pasar de esta democracia representativa (y más aún malamente representativa) a una participativa dan muestra de ello. Porque participación no es sinónimo de llenar listas de asistencia en encuentros ciudadanos, cuyos resultados luego no son considerados.
Esta tarea se logra sólo mediante una nueva Constitución. No a través de cualquier procedimiento, porque al contrario de lo que dijo Den Xiaoping no da lo mismo el color del gato, aunque cace ratones. La nuestra, de una vez por todas, debe ser una con verdaderas credenciales democráticas. Porque la democracia no es el fin a cualquier precio, es precisamente la suma de procedimientos que al objetivo dan legitimidad.
De eso también estamos hablando, cuando muchos hablamos de desigualdad.